Lacan, J. El Seminario.
Libro 7. La ética del psicoanálisis,
cap. 1.
Nuestro programa Bajo el
término de ética del psicoanálisis se agrupa lo que nos permitirá poner a
pruebalas categorías a través de
las cuales creo
darles el instrumento
más adecuado paradestacar qué aporta de nuevo la obra de
Freud y la experiencia del psicoanálisis que deella se
desprende. Algo nuevo
acerca de algo
que es a
la vez muy
general y muyparticular. Muy general, en tanto la
experiencia del psicoanálisis es altamente significativade cierto momento del
hombre, que es aquel en el que vivimos, sin nunca poder situarqué significa la
obra colectiva en la que estamos inmersos. Muy particular en relación a
lamanera en que debemos responder a la demanda del enfermo a la cual nuestra
respuestada su exacta significación1Es imposible desconocer que nadamos en
problemas morales. Nuestra experiencia noscondujo a profundizar el universo de
la falta. Hesnard dice: El universo mórbido de la falta.Toda la reflexión moral
de nuestra época está marcada por el sello del vínculo entre lafalta y la
morbidez. ¿Cuál es esa falta? No es la misma que la que comete el enfermo a fin
de ser castigado ocastigarse.
Cuando hablamos de
necesidad de castigo
designamos una falta
que seencuentra en el camino de
esa necesidad y que es buscada para obtener ese castigo.Pero, en este punto,
nos vemos remitidos aún más lejos, hacia váyase a saber qué faltamás oscura que
clama por dicho castigo. No todo en
la ética está
vinculado únicamente con
el sentimiento de
obligación. Laexperiencia moral
como tal, la referencia a la sanción, coloca al hombre en cierta relacióncon su
propia acción que no es sencillamente la de una ley articulada, sino también la
deuna dirección, una tendencia, un bien al que convoca, engendrando un ideal de
conducta.Todo esto constituye también la dimensión ética y se sitúa más allá
del mandamiento, másallá de lo que puede presentarse con un sentimiento de
obligación. Si hay algo que elanálisis
indicó es, más
allá del sentimiento
de obligación en
sentido estricto, laimportancia, la
omnipresencia del sentimiento
de culpa. El análisis sigue
siendo laexperiencia que volvió
a dar al máximo su importancia a la función fecunda del deseocomo tal. De la
energía del deseo se desprende la instancia de la censura. De este modoalgo se
cerró en un círculo que nos fue
impuesto, que se deduce de aquello que escaracterístico de nuestra experiencia.
Cierta filosofía en el siglo XVIII, tuvo como meta laliberación naturalista del
deseo, pero fracasó. Deberemos, en el curso de nuestra investigación, proponer
a nuestro propio juicio quéafinidad, qué parentesco, qué raíz conserva el
análisis en una tal experiencia. Abordamosaquí un camino poco explorado en el
análisis. Parece que a partir del primer sondeo, delflash con que
la experiencia freudiana iluminó
los orígenes paradójicos del
deseo, elcarácter de perversión
polimorfa de sus formas infantiles, una tendencia general llevó alos
psicoanalistas a reducir esos orígenes paradójicos para mostrar su convergencia
haciaun fin de armonía. Este movimiento caracteriza en su conjunto el progreso
de la reflexiónanalítica, hasta el punto en que merece hacerse la pregunta de
saber si ese progresoteórico no conducía
a un moralismo
más comprensivo que
cualquiera de los
queexistieron hasta el
presente. El psicoanálisis parecería
tener como único
objetivoapaciguar la culpa;
aunque sepamos, gracias
a nuestra experiencia
práctica, lasdificultades y obstáculos que eso
acarrea. Se trataría de una domesticación del goceperverso fundada, por un lado, en la
demostración de su universalidad y, por otro, en sufunción. El término de
parcial, indicado para designar la pulsión perversa, adquiere enesta ocasión
todo su peso. En torno a la expresión pulsión parcial, giró ya toda una partede
nuestra reflexión acerca de la profundización que el análisis brinda a la
función deldeseo. Quizá la cuestión no será correctamente percibida hasta
comparar el punto en quenos ha colocado nuestra visión del término deseo con lo
que se articula, por ejemplo, en la obra de Aristóteles cuando este habla de la
ética. Le otorgaremos un lugar importanteen nuestra reflexión. Hay en su obra
dos puntos que nos muestran cómo todo un registrodel deseo es situado por él,
literalmente, fuera del campo de la moral. Para Aristóteles nohay problema
ético tratándose de cierto tipo de deseos. Esos deseos a los que se
refiereson los términos
promovidos al primer
plano de nuestra
experiencia. Un campo
muygrande de lo que constituye para nosotros el cuerpo de los deseos
sexuales es clasificadopor Aristóteles en la dimensión de las anomalías
monstruosas: utiliza en relación a ellos eltérmino de bestialidad. Lo que
sucede a ese nivel no compete a una evaluación moral.Los problemas éticos que
plantea Aristóteles se sitúan en otra parte. Este es un punto quetiene todo
su valor. Si
consideramos, por otro
lado, que el
conjunto de la
moral deAristóteles no ha
perdido su actualidad en la moral teórica, se mide así exactamente eneste punto
la subversión que entraña una experiencia, la nuestra, que puede
transformaresta formulación en
algo sorprendente, primitivo,
paradójico y, a
decir verdad,incomprensible.2Nos
encontramos ante la cuestión de saber qué permite formular el psicoanálisis en
lotocante al origen de la moral. ¿Se reduce su aporte a la elaboración de una
mitología máscreíble, más laica que la que se presenta como revelada, la
mitología reconstruida deTótem y tabú, que parte de la experiencia del
asesinato primordial del padre, de lo queengendra y de lo que se encadena a
ella? Desde este punto de vista, la transformación dela energía del deseo
permite concebir la génesis de su represión, de tal suerte que la faltaen esta
ocasión no solo es algo que se nos
impone en su carácter formal (debemosalabarnos por ella, felix culpa, pues en
ella yace el principio de una complejidad superior,a la cual debe su
elaboración la dimensión de la civilización). ¿En suma, todo se limita ala génesis
del superyó, cuyo
esbozo se elabora, se
perfecciona, se profundiza,
y sevuelve más complejo a medida
que avanza la obra de Freud? Esta génesis del superyóno es
solamente una psicogénesis y
una sociogénesis. Es
imposible
articularlaateniéndose, respecto a ella, simplemente al registro de las
necesidades colectivas. Algose impone allí, cuya instancia se distingue de la
pura y simple necesidad social; esto esaquello cuya dimensión intento
permitirles individualizar bajo el registro de la relación delsignificante y de
la ley del discurso. Es aquello cuyo término debemos conservar en suautonomía
si queremos poder situar de modo riguroso, correcto, nuestra experiencia.
Aquíla distinción entre la cultura y la sociedad implica algo que puede
considerarse nuevo,incluso
divergente, respecto a lo
que se
presenta en cierto
tipo de enseñanza
de laexperiencia analítica. Esta
distinción espero hacérselas palpar en su localización y en sudimensión en
Freud mismo. Para
llamar vuestra atención
sobre la obra
en la queexaminaremos el problema, les designaré
El malestar en la cultura, de 1922, escrita porFreud luego de la elaboración de su segunda tópica, después de haber llevado a unprimer plano la noción, tan
problemática empero, de instinto de muerte. Verán expresadoallí que lo que
sucede en el progreso de la civilización, ese malestar que se trata de medir,se
sitúa, en relación al hombre (el hombre del que se trata en esta ocasión, en un
vuelcode la historia en el que Freud mismo y su reflexión se alojan) muy por
encima de él. Estafórmula la creo bastante significativa como para indicárselas
desde ya y suficientementeya
iluminada por la
enseñanza en que
les muestro la
originalidad de la
conversiónfreudiana en la relación del hombre con el logos. El malestar
en la cultura no es, en laobra de Freud, algo así como apuntes. No es del orden
de lo que se le permite a unpracticante o a un sabio, no sin cierta
indulgencia, a guisa de excursión en el dominio dela reflexión filosófica, sin
darle quizá todo el peso técnico que se le reconocería a una talreflexión
cuando proviene de alguien que se calificaría a sí mismo como formando partede
la clase de filosofía. Este punto de vista, demasiado difundido entre los psicoanalistas,debe ser
absolutamente descartado. El
malestar en la
cultura es una
obra esencial;primera, en
la comprensión del
pensamiento freudiano y en la
intimación de su experiencia. Ella
aclara, acentúa, disipa
ambigüedades en puntos
cabalmentediferenciados de la experiencia analítica, y de cuál debe ser
nuestra posición respecto alhombre, en la medida en que en nuestra experiencia
más cotidiana tenemos que vérnosladesde siempre con el hombre, con una demanda
humana. La experiencia moral no selimita
a esa parte
destinada al sacrificio,
modo bajo el
cual se presenta
en cadaexperiencia individual.
No está vinculada únicamente con ese lento reconocimiento de lafunción que
fie definida, autonomizada por
Freud, bajo el
término de superyó
y a laexploración de sus paradojas, a lo que
denominé esa figura obscena y feroz, bajo la cualse presenta la instancia moral
cuando vamos a buscarla en sus raíces. La experienciamoral de la que se trata
en el análisis es también aquella que se resume en el imperativooriginal que
propone el ascetismo freudiano (ese Wo Es war, soll Ich werden, en el
quedesemboca Freud en la segunda parte de sus Vorlesungen sobre el psicoanálisis).
Su raíznos es dada en una experiencia que merece el término de experiencia
moral y se sitúa enel principio mismo de la entrada del paciente en el
psicoanálisis. Ese yo (je) que debeadvenir donde eso estaba y que el análisis
nos enseña a medir, no es otra cosa más queaquello cuya raíz ya tenemos en ese
yo que se interroga sobre lo que quiere. No solo esinterrogado, sino que cuando
avanza en su experiencia, se hace esta pregunta y se lahace en relación a los
imperativos a menudo extraños, paradójicos, crueles, que le sonpropuestos por
su experiencia mórbida. ¿Se someterá o no a ese deber que siente en
élmismo como extraño,
más allá, en
grado segundo? ¿Debe
o no debe
someterse alimperativo del
superyó, paradójico y mórbido, semiinconsciente y que se revela cada vezmás en
su instancia a medida que progresa el descubrimiento analítico y que el
pacienteve que se comprometió en su vía? Su verdadero deber, ¿no es acaso ir en
contra de eseimperativo? Esto es algo que forma parte de los datos de nuestra
experiencia y asimismode los datos preanalíticos. Basta ver cómo se estructura
al comienzo la experiencia de unobsesivo, para saber que el enigma alrededor
del término de deber como tal siempre estáformulado para él desde el vamos,
antes incluso de que llegue a la demanda de socorro,que es lo que va a buscar
en el análisis. Lo que aportamos aquí como respuesta a un talproblema, pese a
estar ilustrado manifiestamente por el conflicto del obsesivo, conservade todos
modos su alcance universal, y a ello se debe el que haya éticas, el que haya
unareflexión ética. El
deber, sobre el
cual hemos arrojado
diversas luces (genéticas,originales), no es simplemente el
pensamiento del filósofo que se ocupa de justificarlo. Lajustificación de
lo que se
presenta con un
sentimiento inmediato de
obligación, lajustificación del
deber como tal, no simplemente de tal o cual de sus mandamientos, sinoen su
forma impuesta, se encuentra en el centro de una interrogación universal.
¿Somosnosotros, analistas, en esta ocasión ese algo que acoge aquí al
suplicante, que le brindaun lugar de asilo? ¿Somos nosotros ese algo que debe
responder a una demanda, a lademanda de no sufrir, al menos sin comprender? Con
la esperanza de que el comprenderliberará
al sujeto, no
solo de su
ignorancia, sino de
su sufrimiento mismo.
¿No esevidente, totalmente
normal, que los ideales analíticos encuentren aquí su lugar? Ellos nofaltan.
Florecen abundantemente. Medir, localizar, situar, organizar los valores, como
sedice en cierto registro de la reflexión moral, que proponemos a nuestros pacientes, yalrededor de los
cuales organizamos la estimación de su progreso y la transformación desu vía en
un camino, será una parte de nuestro trabajo. Les enumeraré tres de
estosideales. El primero es el ideal del amor humano. ¿Necesito acaso acentuar
el papel quehacemos desempeñar a cierta idea del amor logrado? Este es un
término que ya debenhaber aprendido a reconocer. Elegí a menudo aquí como
blanco el carácter aproximativo,vago y
mancillado de no sé qué moralismo
optimista, por el que están marcadas lasarticulaciones originales de esa
forma llamada la genitalización del deseo. Es el ideal delamor genital, amor
que se supone modela por sí solo una relación de objeto satisfactoria(amor
médico diría si quisiera acentuar en
sentido cómico el tono de esta
ideología),higiene del amor, diré
para ubicar aquí
aquello a lo que
parece limitarse la
ambición analítica. La reflexión
analítica parece eludir
el carácter de
convergencia de nuestraexperiencia. Este carácter no puede
ser negado, pero el analista parece encontrar allí unlímite, más allá del cual
no le es muy fácil ir. Decir que los problemas de la experienciamoral están
enteramente resueltos en lo concerniente a la unión monogámica sería
unaformulación imprudente, excesiva
e inadecuada. ¿Por
qué el análisis
que aportó uncambio
de perspectiva tan
importante sobre el
amor, colocándolo en
el centro de
laexperiencia ética, que
aportó una nota
original, distinta del
modo bajo el
cual hastaentonces había sido
situado el amor por los moralistas y los filósofos en la economía de larelación
interhumana, por qué el análisis no impulsó más lejos las cosas en el sentido
dela investigación de lo que deberemos llamar, hablando estrictamente, una
erótica? Esto esalgo que merece reflexión. La sexualidad femenina es uno de los
signos más patentes, enla evolución del análisis, de la carencia que designo en
el sentido de una tal elaboración.Jones nos dice haber recibido de una persona
la confidencia de que un día Freud le dijoalgo así: “Después de treinta años de
experiencia y de reflexión, siempre hay un punto alque no puedo dar respuesta,
y es '¿qué quiere la mujer?'”. Más precisamente, ¿qué es loque ella desea?
¿Hemos avanzado mucho al respecto? No será en vano mostrarles quésuerte de
evitación respondió en el progreso de la investigación analítica a una
preguntacuyo iniciador no
puede decirse, empero,
que haya sido
el análisis. Digamos
que elanálisis, y el pensamiento
de Freud, está ligado a una época que había articulado estapregunta con una
insistencia muy especial. El contexto ibseniano de fines del siglo XIX enel que
maduró el pensamiento de Freud no podría descuidarse en este punto. Es
muyextraño que la experiencia analítica más bien haya ahogado, amortiguado,
eludido, laszonas del problema de la sexualidad vista desde la perspectiva de
la demanda femenina.El segundo ideal, que es también cabalmente llamativo en la
experiencia analítica, es elideal de la autenticidad. Si el análisis es una
técnica de desenmascaramiento, suponeesta perspectiva. Pero esto llega más lejos.
La autenticidad se nos propone no solo comocamino, etapa, escala de progreso.
Es también cierta norma del producto acabado, algodeseable, un
valor. Es un ideal,
pero en base al que
nos vemos llevados a
plantearnormas clínicas muy finas. Les mostraré su ilustración en las
observaciones de HelneDeutsch en lo concerniente a cierto tipo de carácter y de
personalidad, acerca del cual nopuede decirse que esté mal adaptado ni que
falle en ninguna de las normas exigibles dela
relación social, pero
cuya actitud toda,
cuyo comportamiento, es
percibido en elreconocimiento del otro, del prójimo, como
marcado ese acento que ella llama el As if.Palpamos aquí cierto registro que no
es definido ni simple u que no puede ser situadomás que desde las perspectivas
morales, que está presente, que dirige, que es exigibleen toda nuestra
experiencia y conviene medir hasta qué punto nos adecuamos a él. Esealgo
armonioso, esa plena presencia, cuyo déficit podemos medir tan finamente
comoclínicos, nuestra técnica,
el desenmascaramiento, ¿no
se detiene a
mitad de caminorespecto a
lo que hace
falta para obtenerlo?
¿No sería interesante
preguntarse quésignifica nuestra
ausencia en el terreno de una ciencia de las virtudes, una razón práctica,un
sentido del sentido común? No se puede decir nunca que intervengamos en el
campode ninguna virtud. Abrimos vías y caminos y allí esperamos que llegue a
florecer lo que sellama virtud. Asimismo, hemos forjado desde hace tiempo un
tercer ideal, que no estoymuy seguro de que pertenezca a la dimensión original
de la experiencia analítica: el idealde no-dependencia, una suerte de
profilaxis de la dependencia. ¿No hay aquí también unlímite, una frontera muy
sutil, que separa lo que le designamos al sujeto adulto comodeseable en este
registro y los modos bajo los que nos permitimos intervenir para que
loalcance? Basta para
ello recordar las
reservas verdaderamente fundamentales,constitutivas, de la posición
freudiana, en todo lo concerniente a la educación. Nos vemosllevados a cada
instante a avanzar en este dominio, a operar en la dimensión de unaortopedia.
Pero es llamativo que, tanto por los
medios que empleamos, como por
losmecanismos teóricos que colocamos en un primer plano, la ética del análisis
(pues hay una) entrañe el borramiento, el oscurecimiento, el retroceso, incluso
la ausencia de unadimensión cuyo término basta decir para percatarse de lo que
nos separa de toda laarticulación ética
que nos precede: el hábito, el buen o mal hábito. Esto es algo a lo quenos
referimos mucho menos en la medida en que la articulación del análisis se
inscribe entérminos harto diferentes (los traumas y su persistencia). Hemos
aprendido a atomizarese trauma, esa impresión, esa marca, pero la esencia misma
del inconsciente de inscribeen otro registro que aquel en el que Aristóteles
mismo acentúa con un juego de palabras,"costumbre"/“carácter”. Hay
matices extremadamente sutiles que pueden centrarse en eltérmino de carácter.
La ética en Aristóteles es una ciencia del carácter. Formación delcarácter,
dinámica de los hábitos (más aun acción dirigida a los hábitos, al
adiestramiento,a la educación). Deben recorrer esa obra más no sea para medir
la diferencia de losmodos de pensamiento que son los nuestros con los de una de
las formas más eminentesde la reflexión ética.3Para delimitar
la originalidad de
la posición freudiana
en materia de
ética, esindispensable destacar
un deslizamiento, un cambio de actitud en la cuestión moral comotal. En
Aristóteles, el problema es el de un bien, el de un Soberano Bien.
Deberemosmedir por qué le importa acentuar el problema del placer, de la
función que ocupa desdesiempre en la economía mental de la ética. Esto es algo que
no podemos eludir en tantoes el punto de referencia de la teoría freudiana en
lo concerniente a los dos sistemas Φ yΨ las dos instancias psíquicas que
denominó procesos primario y secundario. ¿Se tratarealmente de la misma función
del placer en cada una de estas elaboraciones? Es casiimposible delimitar esta
diferencia si no nos percatamos de lo que ocurrió en el intervalo.No podremos
evitar cierta investigación del progreso histórico. Tenemos que examinaresos
términos directivos, esos términos de referencia de los que me sirvo: lo
simbólico, loimaginario y lo real. Más de una vez, en la época en que hablaba
de lo simbólico y de loimaginario y de su interacción recíproca, algunos entre
ustedes se preguntaron qué era afin de cuentas lo real. Cosa curiosa para un
pensamiento sumario que pensaría que todaexploración de la ética debe recaer
sobre el dominio de lo ideal, sino de lo irreal, nosotrosiremos en camino a la
inversa, en el sentido de una profundización de la noción de lo real.La
cuestión ética, en la medida en que la posición de Freud nos permite progresar
en ella,se articula a partir de una orientación de la ubicación del hombre en
relación con lo real.Para concebirla hay que ver qué sucedió en el intervalo
entre Aristóteles y Freud. Lo quesucedió
al inicio
del siglo XIX,
es la conversión
o la reversión
utilitarista. Podemosespecificar
ese momento, totalmente condicionado históricamente, por una declinaciónradical de la función del
amo, la cual rige toda la reflexión aristotélica y determina
superdurabilidad a través
de los tiempos.
Encontraremos expresada en
Hegel ladesvalorización extrema
de la posición
del amo, pues
hace de él
el gran chorlito,
elcornudo magnífico de la evolución histórica, pasando por las vías del
vencido, es decir delesclavo y de su trabajo, la virtud del progreso.
Originalmente, en su plenitud, el amo en laépoca en
que existe, en
la época de
Aristóteles, es algo
muy diferente de
la ficciónhegeliana, la cual no
es más que su envés, el negativo, el signo de su desaparición. Pocoantes de
este punto terminal, en el surco de cierta revolución que afecta las
relacionesinterhumanas, surge el pensamiento utilitarista, el que está lejos de
ser la pura y simplebanalidad que se supone. No se trata simplemente de un
pensamiento que se hace lapregunta de cómo repartir, de cuál es la mejor
repartición posible de los bienes que hayen el mercado. Hay allí toda una
reflexión cuyo resorte encontré gracias a Jakobson en laindicación que me dio
de lo que permitiría entrever un trabajo de Jeremy Bentham. Estepersonaje está
lejos de merecer
el descrédito, incluso
el ridículo, que
cierta críticafilosófica podría
señalar en lo referente a su papel en el curso de la historia del
progresoético. Su esfuerzo se desarrolló alrededor de una crítica filosófica,
lingüística en sentidoestricto. Es imposible medir exactamente en otro lado el
acento puesto en el curso de esta revolución sobre el término de real, que se
opone en él a un término que es en inglés elde fictitious. Fictitious no quiere
decir ilusorio ni, en sí mismo, engañoso. Está lejos depoder ser traducido por
ficticio. Fictitious quiere decir ficticio, pero en el sentido en que
yaarticulé ante ustedes que
toda verdad tiene
una estructura de ficción. El
esfuerzo deBentham se instaura en
la dialéctica de la relación del lenguaje con lo real para situar elbien (el
placer en esta
ocasión, al que
articula de modo
totalmente diferente queAristóteles) del lado de lo real. En el
interior de esta oposición entre la ficción y la realidadviene a ubicarse el
movimiento de vuelco de la experiencia freudiana. Una vez operada laseparación
de lo ficticio y de lo real, las cosas no se sitúan allí donde cabría
esperarlas.En Freud, la característica del placer, como dimensión de lo que
encadena al hombre, seencuentra totalmente del lado de lo ficticio. Lo ficticio
no es por esencia lo engañoso, sino,hablando
estrictamente, lo que
llamamos lo simbólico.
Que el inconsciente estéestructurado en función de lo simbólico,
que lo que el principio del placer haga buscar alhombre sea el retorno de un
signo, que lo que hay de distracción en lo que conduce alhombre sin que lo sepa
en su conducta, o sea lo que le da placer porque es de algúnmodo una eufonía,
que lo que el hombre busca y vuelve a encontrar, sea su huella aexpensas de
la pista (es
esto aquello cuya
importancia toda hay
que medir en elpensamiento freudiano, para poder también
concebir cuál es entonces la función de larealidad). Freud no duda, tampoco
Aristóteles, que el hombre busca la felicidad, que esees su fin. Cosa curiosa,
la felicidad en casi todas las lenguas se presenta en términos
deencuentro. Salvo en
inglés (e incluso
allí está muy
cerca). Hay allí
alguna divinidadfavorable.
Bonheur, buena suerte, es también para nosotros augurum, un buen presagio yun
buen encuentro. Happiness, es de todos modos happen, es también un
encuentro,aunque no se experimente aquí la necesidad de agregarle la partícula
precedente quemarca el carácter, hablando estrictamente, feliz de la cosa. No
es seguro, empero, quetodos estos términos sean sinónimos. A Freud no se le escapa
que la felicidad es lo quedebe ser propuesto
como término de
toda búsqueda, por
ética que ella sea.
Pero lodecisivo (cuya importancia
no se ve suficientemente, bajo el pretexto de que se deja deescuchar a
un hombre a
partir del momento
en que parece
salir de su
dominiopropiamente técnico), lo que yo querría leer en El malestar en la
cultura, es que, para esafelicidad, nos dice Freud, absolutamente nada está
preparado en el macrocosmos ni en elmicrocosmos. Este es el punto totalmente
nuevo. El pensamiento de Aristóteles en loconcerniente al placer implica que el
placer tiene algo que no puede ser cuestionado yque está en el polo directivo
de la realización del hombre, en la medida en que si hay algodivino en el hombre
es su pertenencia a la naturaleza. Deben evaluar hasta qué puntoesta noción de
naturaleza es diferente de la nuestra, pues ella entraña la exclusión detodos
los deseos bestiales fuera de lo que es la realización del hombre. En el
intervalotuvimos una inversión completa de la perspectiva. Para Freud, todo lo
que se dirige haciala realidad exige
no sé qué
temperamento, baja de
tono, de lo
que es hablandoestrictamente la
energía del placer.
Verdaderamente, la perspectiva
de este carácterabsolutamente cerrado nos remite al
modo en que se organizan las ficciones del deseo.Allí adquieren su alcance las
fórmulas del fantasma que les di y adquiere todo su pero lanoción del deseo
como deseo del Otro. Un segundo factor que nos dirige, escribe Freud,mucho más
importante y totalmente
descuidado por el
profano, es el
siguiente.Ciertamente, la satisfacción de un anhelo debe provocar
placer, pero el soñador no tieneuna
relación simple y
unívoca con su
anhelo. Lo rechaza,
lo censura, no
lo quiere.Volvemos a encontrar
aquí la dimensión esencial del deseo, siempre deseo en gradosegundo, deseo de deseo. Podemos esperar
que el análisis freudiano establezca un pocode orden en aquello en lo que
desembocó finalmente, estos últimos años, la investigacióncrítica, la demasiado
famosa teoría de los valores, la que permite a uno de sus partidariosdecir que
el valor de una cosa es su deseabilidad. Se trata de saber si ella es digna de
serdeseada, si es deseable que se la desee. Entramos aquí en una especie de
catálogo donde se apilan las diversas formas de veredicto que dominaron a lo
largo de las épocas,y aún ahora, con su diversidad, incluso con su caos, las
aspiraciones de los hombres. Laestructura constituida por la relación
imaginaria como tal, por el hecho de que el hombrenarcisista entra doble en la
dialéctica de la ficción, encontrará quizá su clave al final denuestra
investigación de este año sobre la ética del análisis. Verán ustedes asomar
lacuestión planteada por el carácter fundamental del masoquismo en la economía
de losinstintos. Algo deberá permanecer abierto en lo concerniente al punto que
ocupamos en laevolución de la erótica y de la cura a aportar, ya no tal o cual,
sino a la cultura y a sumalestar.
Quizá deberemos hacer
nuestro duelo por toda
verdadera innovación en
eldominio de la
ética (y hasta cierto
punto se podría
decir que algún signo
de ello seencuentra en
el hecho de
que ni siquiera
fuimos capaces, después
de todo nuestroprogreso teórico, de ser el origen de
una nueva perversión). Pero sería sin embargo, unsigno seguro de que hemos
llegado verdaderamente al núcleo del problema sobre el temade las perversiones
existentes llegar a profundizar el papel económico del masoquismo.
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