Escritos de Lacan: El
estadio del espejo como formador
de la función del yo [Je]
tal como se nos revela en la
experiencia psicoanalítica:
La concepción del estadio
del espejo que introduje en nuestro último congreso, hace trece años, por haber
más o menos pasado desde entonces al uso del grupo
francés, no me pareció
indigna de ser recordada a la atención de ustedes: hoy especialmente
en razón de las luces que
aporta sobre la función del yo [je] en la experiencia
que de él nos da el
psicoanálisis. Experiencia de la que hay que decir que
nos opone a toda filosofía
derivada directamente del cogito.
Acaso haya entre ustedes
quienes recuerden el aspecto del comportamiento de
que partimos, iluminado por
un hecho de psicología comparada: la cría de hombre,
a una edad en que se
encuentra por poco tiempo, pero todavía un tiempo, superado
en inteligencia instrumental
por el chimpancé, reconoce ya sin embargo su
imagen en el espejo como
tal. Reconocimiento señalado por la mímica iluminante
del Aha-Erlebnis, en la que
para Kohler se expresa la apercepción situacional, tiempo
esencial del acto de
inteligencia.
Este acto, en efecto, lejos
de agotarse, como en el mono, en el control, una vez adquirido,
de la inanidad de la imagen,
rebota en seguida en el niño en una serie de
gestos en los que
experimenta lúdicamente la relación de los movimientos asumidos
de la imagen con su medio
ambiente reflejado, y de ese complejo virtual a la
realidad que reproduce, o
sea con su propio cuerpo y con las personas, incluso con
los objetos, que se
encuentran junto a él.
Este acontecimiento puede
producirse, como es sabido desde los trabajos de
Baldwin, desde la edad de
seis meses, y su repetición ha atraído con frecuencia
nuestra meditación ante el
espectáculo impresionante de un lactante ante el espejo,
que no tiene todavía dominio
de la marcha, ni siquiera de la postura en pie, pero
que, a pesar del estorbo de
algún sostén humano o artificial (lo que solemos
llamar unas andaderas),
supera en un jubiloso ajetreo las trabas de ese apoyo para suspender su actitud
en una postura más o menos inclinada, y conseguir, para fijarlo,
un aspecto instantáneo de la
imagen.
Esta actividad conserva para
nosotros hasta la edad de dieciocho meses el sentido
que le damos, y que no es
menos revelador de un dinamismo libidinal, hasta entonces
problemático, que de una
estructura ontológica del mundo humano que se
inserta en nuestras
reflexiones sobre el conocimiento paranoico.
Basta para ello comprender
el estadio del espejo como una identificación en el
sentido pleno que el
análisis da a éste término: a saber, la transformación producida
en el sujeto cuando asume
una imagen, cuya predestinación a este efecto de
fase está suficientemente
indicada por el uso, en la teoría, del término antiguo
imago.
El hecho de que su imagen
especular sea asumida jubilosamente por el ser sumido
todavía en la impotencia
motriz y la dependencia de la lactancia que es el hombrecito
en ese estadio infans, nos
parecerá por lo tanto que manifiesta, en una situación
ejemplar, la matriz
simbólica en la que el yo [je] se precipita en una forma
primordial, antes de
objetivarse en la dialéctica de la identificación con el otro y
antes de que el lenguaje le
restituya en lo universal su función de sujeto.
Esta forma por lo demás
debería más bien designarse como yo-ideal, si quisiéramos
hacerla entrar en un
registro conocido, en el sentido de que será también el
tronco de las
identificaciones secundarias, cuyas funciones de normalización libidinal
reconocemos bajo ese
término. Pero el punto importante es que esta forma
sitúa la instancia del yo,
aún desde antes de su determinación socia!, en una línea
de ficción, irreductible
para siempre por el individuo solo; o más bien, que sólo
asintóticamente tocará el
devenir del sujeto, cualquiera que sea el éxito de las
síntesis dialécticas por
medio de las cuales tiene que resolver en cuanto yo [je] su
discordancia con respecto a
su propia realidad.
Es que la forma total del
cuerpo, gracias a la cual el sujeto se adelanta en un espejismo
a la maduración de su poder,
no le es dada sino como Gestalt, es decir en
una exterioridad donde sin
duda esa forma es mas constituyente que constituida,
pero donde sobre todo le
aparece en un relieve de estatura que la coagula y bajo
una simetría que la
invierte, en oposición a la turbulencia de movimientos con que
se experimenta a sí mismo
animándola. Así esta Gestalt, cuya pregnancia debe considerarse como ligada a
la especie, aunque su estilo motor sea todavía confundible,
por esos dos aspectos de su
aparición simboliza la permanencia mental del
yo [je] al mismo tiempo que
prefigura su destinación enajenadora; está preñada
todavía de las
correspondencias que unen el yo [je] a la estatua en que el hombre
se proyecta como a los
fantasmas que le dominan, al autómata, en fin, en el cual,
en una relación ambigua,
tiende a redondearse el mundo de su fabricación.
Para las imagos, en efecto,
respecto de las cuales es nuestro privilegio el ver perfilarse,
en nuestra experiencia
cotidiana y en la penumbra de la eficacia simbólica,
sus rostros velados, la
imagen especular parece ser el umbral del mundo visible, si
hemos de dar crédito a la
disposición en espejo que presenta en la alucinación y en
el sueño la imago del cuerpo
propio, ya se trate de sus rasgos individuales, incluso
de sus mutilaciones, o de
sus proyecciones objetales, o si nos fijamos en el papel
del aparato del espejo en
las apariciones del doble en que se manifiestan realidades
psíquicas, por lo demás
heterogéneas.
Que una Gestalt sea capaz de
efectos formativos sobre el organismo es cosa que
puede atestiguarse por una
experimentación biológica, a su vez tan ajena a la idea
de causalidad psíquica que
no puede resolverse a formularla como tal. No por eso
deja de reconocer que la
maduración de la gónada en la paloma tiene por condición
necesaria la vista de un
congénere, sin que importe su sexo, y tan suficiente,
que su efecto se obtiene
poniendo solamente al alcance del individuo el campo de
reflexión de un espejo. De
igual manera, el paso, en la estirpe, del grillo peregrino
de la forma solitaria a la
forma gregaria se obtiene exponiendo al individuo, en
cierto estadio, a la acción
exclusivamente visual de una imagen similar, con tal de
que esté animada de
movimientos de un estilo suficientemente cercano al de los
que son propios de su
especie. Hechos que se inscriben en un orden de identificación
homeomórfica que quedaría
envuelto en la cuestión del sentido de la belleza
como formativa y como
erógena.
Pero los hechos del mimetismo,
concebidos como de identificación heteromórfica,
no nos interesan menos aquí,
por cuanto plantean el problema de la significación
del espacio para el
organismo vivo, y los conceptos psicológicos no parecen más
impropios para aportar
alguna luz sobre esta cuestión que los ridículos esfuerzos
intentados con vistas a
reducirlos a la ley pretendidamente suprema de la adaptación.
Recordemos únicamente los
rayos que hizo fulgurar sobre el asunto el pen-samiento (joven entonces y en
reciente ruptura de las prescripciones sociológicas
en que se había formado) de
un Roger Caillois, cuando bajo el termino de psicastenia
legendaria, subsumía el
mimetismo morfológico en una obsesión del espacio
en su efecto desrealizante.
También nosotros hemos
mostrado en la dialéctica social que estructura como paranoico
el conocimiento humano la
razón que lo hace más autónomo que el del
animal con respecto al campo
de fuerzas del deseo, pero también que la determina
en esa "poca
realidad" que denuncia en ella la insatisfacción surrealista. Y estas
reflexiones nos incitan a
reconocer en la captación espacial que manifiesta el estadio
del espejo el efecto en el
hombre, premanente incluso a esa dialéctica, de una
insuficiencia orgánica de su
realidad natural, si es que atribuimos algún sentido al
término
"naturaleza".
La función del estadio del
espejo se nos revela entonces como un caso particular
de la función de la imago,
que es establecer, una relación del organismo con su
realidad o, como se ha
dicho, Innenwelt con el Umwelt.
Pero esta relación con la
naturaleza está alterada en el hombre por cierta dehiscencia
del organismo en su seno,
por una Discordia primordial que traicionan los signos
de malestar y la
incoordinación motriz de los meses neonatales. La noción objetiva
del inacabamiento anatómico
del sistema piramidal como de ciertas remanencias
humorales del organismo
materno, confirma este punto de vista que formulamos
como el dato de una
verdadera prematuración específica del nacimiento
en el hombre.
Señalemos de pasada que este
dato es reconocido como tal por los embriólogos,
bajo el termino de
fetatización, para determinar la prevalencia de los aparatos llamados
superiores del neuroeje y
especialmente de ese córtex que las intervenciones
psicoquirúrgicas nos
llevaran a concebir como el espejo intra-orgánico.
Este desarrollo es vivido
como una dialéctica temporal que proyecta decisivamente
en historia la formación del
individuo: el estadio del espejo es un drama cuyo empuje
interno se precipita de la
insuficiencia a la anticipación; y que para el sujeto,
presa de la ilusión de la
identificación espacial, maquina las fantasías que se sucederán
desde una imagen fragmentada
del cuerpo hasta una forma que llamaremos
ortopédica de su totaIidad,
y a la armadura por fin asumida de una identidad ena-jenante, que va a marcar
con su estructura rígida todo su desarrollo mental. Así la
ruptura del círculo del
Innenwelt al Umwelt engendra la cuadratura inagotable de
las reaseveraciones del yo.
Este cuerpo fragmentado,
término que he hecho también aceptar en nuestro sistema
de referencias teóricas, se
muestra regularmente en los sueños, cuando la
moción del análisis toca
cierto nivel de desintegración agresiva del individuo. Aparece
entonces bajo la forma de
miembros desunidos y de esos órganos figurados
en exoscopia, que adquieren
alas y armas para las persecuciones intestinas, los
cuales fijó para siempre por
la pintura el visionario Jerónimo Bosco, en su ascensión
durante el siglo decimoquinto
al cenit imaginario del hombre moderno. Pero
esa forma se muestra
tangible en el plano orgánico mismo, en las líneas de fragilización
que definen la anatomía
fantasiosa, manifiesta en los síntomas de escisión
esquizoide o de espasmo, de
la histeria.
Correlativamente, la
formación del yo [je] se simboliza oníricamente por un campo
fortificado, o hasta un
estadio, distribuyendo desde el ruedo interior hasta su recinto,
hasta su contorno de
cascajos y pantanos, dos campos de lucha opuestos donde
el sujeto se empecina en la
búsqueda del altivo y lejano castillo interior, cuya
forma (a veces yuxtapuesta
en el mismo libreto) simboliza el ello de manera sobrecogedora.
Y parejamente, aquí en el
plano mental, encontramos realizadas estas
estructuras de fábrica fortificada
cuya metáfora surge espontáneamente, y como
brotada de los síntomas
mismos del sujeto, para designar los mecanismos de inversión,
de aislamiento, de
reduplicación, de anulación, de desplazamiento, de la
neurosis obsesiva.
Pero, de edificar sobre
estos únicos datos subjetivos, y por poco que los emancipemos
de la condición de
experiencia que hace que los recibamos de una técnica
de lenguaje, nuestras
tentativas teóricas quedarían expuestas al reproche de proyectado
en lo impensable de un
sujeto absoluto: para eso hemos buscado en la
hipótesis aquí fundada sobre
una concurrencia de datos objetivos la rejilla directriz
de un método de reducción
simbólica.
Este instaura en las
defensas del yo un orden genético que responde a los votos
formulados por la señorita
Anna Freud en la primera parte de su gran obra, y sitúa
(contra un prejuicio
frecuentemente expresado) la represión histórica y sus retornos
en un estadio más arcaico
que la inversión obsesiva y sus procesos aislantes, y estos a su vez como
previos a la enajenación paranoica que data del viraje del yo
[je] especular al yo [je]
social.
Este momento en que termina
el estadio del espejo inaugura, por la identificación
con la imago del semejante y
el drama de los celos primordiales (tan acertadamente
valorizado por la escuela de
Charlotte Bühler en los hechos de transitivismo infantil),
la dialéctica que desde
entonces liga al yo [je] con situaciones socialmente
elaboradas.
Es este momento el que hace
volcarse decisivamente todo el saber humano en la
mediatización por el deseo
del otro, constituye sus objetos en una equivalencia
abstracta por la rivalidad
del otro, y hace del yo [je] ese aparato para el cual todo
impulso de los instintos
será un peligro, aún cuando respondiese a una maduración
natural; pues la
normalización misma de esa maduración depende desde ese momento
en el hombre de un
expediente cultural: como se ve en lo que respecta al
objeto sexual en el complejo
de Edipo.
El término "narcisismo
primario" con el que la doctrina designa la carga libidinal
propia de ese momento,
revela en sus inventores, a la luz de nuestra concepción, el
mas profundo sentimiento de
las latencias, de la semántica. Pero ella ilumina también
la oposición dinámica que
trataron de definir de esa libido a la libido sexual,
cuando invocaron instintos
de destrucción, y hasta de muerte, para explicar la relación
evidente de la libido
narcisista con la función enajenadora del yo [je], con la
agresividad que se desprende
de ella en toda relación con el otro, aunque fuese la
de la ayuda más samaritana.
Es que tocaron esa
negatividad existencial, cuya realidad es tan vivamente promovida
por la filosofía
contemporánea del ser y de la nada.
Pero esa filosofía no la
aprehende desgraciadamente sino en los límites de una
self-sufficiency de la
conciencia, que, por estar inscrita en sus premisas, encadena a
los desconocimientos
constitutivos del yo la ilusión de autonomía en que se confía.
Juego del espíritu que, por
alimentarse singularmente de préstamos a la experiencia
analítica, culmina en la
pretensión de asegurar un psicoanálisis existencial.
Al término de la empresa
histórica de una sociedad por no reconocerse ya otra
función sino utilitaria, y
en la angustia del individuo ante la forma concentracionaria
del lazo social cuyo
surgimiento parece recompensar ese esfuerzo, el existencia-lismo se juzga por
las justificaciones que da de los callejones sin salida subjetivos
que efectivamente resultan
de ello: una libertad que no se afirma nunca tan auténticamente
como entre los muros de una
cárcel, una exigencia de compromiso en la
que se expresa la impotencia
de la pura conciencia para superar ninguna situación,
una idealización
voyeurista-sádica de la relación sexual, una personalidad que no
se realiza sino en el
suicidio, una conciencia del otro que no se satisface sino por el
asesinato hegeliano.
A estos enunciados se opone
toda nuestra experiencia en la medida en que nos
aparta de concebir el yo
como centrado sobre el sistema percepción-conciencia,
como organizado por el
"principio de realidad" en que se formula el prejuicio cientificista
más opuesto a la dialéctica
del conocimiento, para indicarnos que partamos
de la función de
desconocimiento que lo caracteriza en todas las estructuras
tan fuertemente articuladas
por la señorita Anna Freud: pues si la Verneinung representa
su forma patente, latentes
en su mayor parte quedarán sus efectos mientras
no sean iluminados por
alguna luz reflejada en el plano de fatalidad, donde se
manifiesta el ello.
Así se comprende esa inercia
propia de las formaciones del yo [je] en las que puede
verse la definición mas
extensiva de la neurosis: del mismo modo que la captación
del sujeto por la situación
da la fórmula más general de la locura, de la que
yace entre los muros de los
manicomios como de la que ensordece la tierra con su
sonido y su furia.
Los sufrimientos de la
neurosis y de la psicosis son para nosotros la escuela de las
pasiones del alma, del mismo
modo que el fiel de la balanza psicoanalítica, cuando
calculamos la inclinación de
la amenaza sobre comunidades enteras, nos da el índice
de amortización de las
pasiones de la civitas.
En ese punto de juntura de
la naturaleza con la cultura que la antropología de
nuestros días escruta
obstinadamente, solo el psicoanálisis reconoce ese nudo de
servidumbre imaginaria que
el amor debe siempre volver a deshacer o cortar de
tajo.
Para tal obra, el
sentimiento altruista es sin promesas para nosotros, que sacamos a
luz la agresividad que
subtiende la acción del filántropo, del idealista, del pedagogo,
incluso del reformador. En
el recurso, que nosotros preservamos, del sujeto al sujeto, el psicoanálisis
puede
acompañar al paciente hasta el
límite extático del "tú eres eso", donde se le revela
la cifra de su destino
mortal, pero no está en nuestro solo poder de practicante, el
conducirlo hasta ese momento
en que empieza el verdadero viaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario