jueves, 12 de agosto de 2021

Escritos de Lacan: El estadio del espejo como formador de la función del yo [Je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica:

 

Escritos de Lacan: El estadio del espejo como formador

de la función del yo [Je] tal como se nos revela en la

experiencia psicoanalítica:

 

 

La concepción del estadio del espejo que introduje en nuestro último congreso, hace trece años, por haber más o menos pasado desde entonces al uso del grupo

francés, no me pareció indigna de ser recordada a la atención de ustedes: hoy especialmente

en razón de las luces que aporta sobre la función del yo [je] en la experiencia

que de él nos da el psicoanálisis. Experiencia de la que hay que decir que

nos opone a toda filosofía derivada directamente del cogito.

Acaso haya entre ustedes quienes recuerden el aspecto del comportamiento de

que partimos, iluminado por un hecho de psicología comparada: la cría de hombre,

a una edad en que se encuentra por poco tiempo, pero todavía un tiempo, superado

en inteligencia instrumental por el chimpancé, reconoce ya sin embargo su

imagen en el espejo como tal. Reconocimiento señalado por la mímica iluminante

del Aha-Erlebnis, en la que para Kohler se expresa la apercepción situacional, tiempo

esencial del acto de inteligencia.

Este acto, en efecto, lejos de agotarse, como en el mono, en el control, una vez adquirido,

de la inanidad de la imagen, rebota en seguida en el niño en una serie de

gestos en los que experimenta lúdicamente la relación de los movimientos asumidos

de la imagen con su medio ambiente reflejado, y de ese complejo virtual a la

realidad que reproduce, o sea con su propio cuerpo y con las personas, incluso con

los objetos, que se encuentran junto a él.

Este acontecimiento puede producirse, como es sabido desde los trabajos de

Baldwin, desde la edad de seis meses, y su repetición ha atraído con frecuencia

nuestra meditación ante el espectáculo impresionante de un lactante ante el espejo,

que no tiene todavía dominio de la marcha, ni siquiera de la postura en pie, pero

que, a pesar del estorbo de algún sostén humano o artificial (lo que solemos

llamar unas andaderas), supera en un jubiloso ajetreo las trabas de ese apoyo para suspender su actitud en una postura más o menos inclinada, y conseguir, para fijarlo,

un aspecto instantáneo de la imagen.

Esta actividad conserva para nosotros hasta la edad de dieciocho meses el sentido

que le damos, y que no es menos revelador de un dinamismo libidinal, hasta entonces

problemático, que de una estructura ontológica del mundo humano que se

inserta en nuestras reflexiones sobre el conocimiento paranoico.

Basta para ello comprender el estadio del espejo como una identificación en el

sentido pleno que el análisis da a éste término: a saber, la transformación producida

en el sujeto cuando asume una imagen, cuya predestinación a este efecto de

fase está suficientemente indicada por el uso, en la teoría, del término antiguo

imago.

El hecho de que su imagen especular sea asumida jubilosamente por el ser sumido

todavía en la impotencia motriz y la dependencia de la lactancia que es el hombrecito

en ese estadio infans, nos parecerá por lo tanto que manifiesta, en una situación

ejemplar, la matriz simbólica en la que el yo [je] se precipita en una forma

primordial, antes de objetivarse en la dialéctica de la identificación con el otro y

antes de que el lenguaje le restituya en lo universal su función de sujeto.

Esta forma por lo demás debería más bien designarse como yo-ideal, si quisiéramos

hacerla entrar en un registro conocido, en el sentido de que será también el

tronco de las identificaciones secundarias, cuyas funciones de normalización libidinal

reconocemos bajo ese término. Pero el punto importante es que esta forma

sitúa la instancia del yo, aún desde antes de su determinación socia!, en una línea

de ficción, irreductible para siempre por el individuo solo; o más bien, que sólo

asintóticamente tocará el devenir del sujeto, cualquiera que sea el éxito de las

síntesis dialécticas por medio de las cuales tiene que resolver en cuanto yo [je] su

discordancia con respecto a su propia realidad.

Es que la forma total del cuerpo, gracias a la cual el sujeto se adelanta en un espejismo

a la maduración de su poder, no le es dada sino como Gestalt, es decir en

una exterioridad donde sin duda esa forma es mas constituyente que constituida,

pero donde sobre todo le aparece en un relieve de estatura que la coagula y bajo

una simetría que la invierte, en oposición a la turbulencia de movimientos con que

se experimenta a sí mismo animándola. Así esta Gestalt, cuya pregnancia debe considerarse como ligada a la especie, aunque su estilo motor sea todavía confundible,

por esos dos aspectos de su aparición simboliza la permanencia mental del

yo [je] al mismo tiempo que prefigura su destinación enajenadora; está preñada

todavía de las correspondencias que unen el yo [je] a la estatua en que el hombre

se proyecta como a los fantasmas que le dominan, al autómata, en fin, en el cual,

en una relación ambigua, tiende a redondearse el mundo de su fabricación.

Para las imagos, en efecto, respecto de las cuales es nuestro privilegio el ver perfilarse,

en nuestra experiencia cotidiana y en la penumbra de la eficacia simbólica,

sus rostros velados, la imagen especular parece ser el umbral del mundo visible, si

hemos de dar crédito a la disposición en espejo que presenta en la alucinación y en

el sueño la imago del cuerpo propio, ya se trate de sus rasgos individuales, incluso

de sus mutilaciones, o de sus proyecciones objetales, o si nos fijamos en el papel

del aparato del espejo en las apariciones del doble en que se manifiestan realidades

psíquicas, por lo demás heterogéneas.

Que una Gestalt sea capaz de efectos formativos sobre el organismo es cosa que

puede atestiguarse por una experimentación biológica, a su vez tan ajena a la idea

de causalidad psíquica que no puede resolverse a formularla como tal. No por eso

deja de reconocer que la maduración de la gónada en la paloma tiene por condición

necesaria la vista de un congénere, sin que importe su sexo, y tan suficiente,

que su efecto se obtiene poniendo solamente al alcance del individuo el campo de

reflexión de un espejo. De igual manera, el paso, en la estirpe, del grillo peregrino

de la forma solitaria a la forma gregaria se obtiene exponiendo al individuo, en

cierto estadio, a la acción exclusivamente visual de una imagen similar, con tal de

que esté animada de movimientos de un estilo suficientemente cercano al de los

que son propios de su especie. Hechos que se inscriben en un orden de identificación

homeomórfica que quedaría envuelto en la cuestión del sentido de la belleza

como formativa y como erógena.

Pero los hechos del mimetismo, concebidos como de identificación heteromórfica,

no nos interesan menos aquí, por cuanto plantean el problema de la significación

del espacio para el organismo vivo, y los conceptos psicológicos no parecen más

impropios para aportar alguna luz sobre esta cuestión que los ridículos esfuerzos

intentados con vistas a reducirlos a la ley pretendidamente suprema de la adaptación.

Recordemos únicamente los rayos que hizo fulgurar sobre el asunto el pen-samiento (joven entonces y en reciente ruptura de las prescripciones sociológicas

en que se había formado) de un Roger Caillois, cuando bajo el termino de psicastenia

legendaria, subsumía el mimetismo morfológico en una obsesión del espacio

en su efecto desrealizante.

También nosotros hemos mostrado en la dialéctica social que estructura como paranoico

el conocimiento humano la razón que lo hace más autónomo que el del

animal con respecto al campo de fuerzas del deseo, pero también que la determina

en esa "poca realidad" que denuncia en ella la insatisfacción surrealista. Y estas

reflexiones nos incitan a reconocer en la captación espacial que manifiesta el estadio

del espejo el efecto en el hombre, premanente incluso a esa dialéctica, de una

insuficiencia orgánica de su realidad natural, si es que atribuimos algún sentido al

término "naturaleza".

La función del estadio del espejo se nos revela entonces como un caso particular

de la función de la imago, que es establecer, una relación del organismo con su

realidad o, como se ha dicho, Innenwelt con el Umwelt.

Pero esta relación con la naturaleza está alterada en el hombre por cierta dehiscencia

del organismo en su seno, por una Discordia primordial que traicionan los signos

de malestar y la incoordinación motriz de los meses neonatales. La noción objetiva

del inacabamiento anatómico del sistema piramidal como de ciertas remanencias

humorales del organismo materno, confirma este punto de vista que formulamos

como el dato de una verdadera prematuración específica del nacimiento

en el hombre.

Señalemos de pasada que este dato es reconocido como tal por los embriólogos,

bajo el termino de fetatización, para determinar la prevalencia de los aparatos llamados

superiores del neuroeje y especialmente de ese córtex que las intervenciones

psicoquirúrgicas nos llevaran a concebir como el espejo intra-orgánico.

Este desarrollo es vivido como una dialéctica temporal que proyecta decisivamente

en historia la formación del individuo: el estadio del espejo es un drama cuyo empuje

interno se precipita de la insuficiencia a la anticipación; y que para el sujeto,

presa de la ilusión de la identificación espacial, maquina las fantasías que se sucederán

desde una imagen fragmentada del cuerpo hasta una forma que llamaremos

ortopédica de su totaIidad, y a la armadura por fin asumida de una identidad ena-jenante, que va a marcar con su estructura rígida todo su desarrollo mental. Así la

ruptura del círculo del Innenwelt al Umwelt engendra la cuadratura inagotable de

las reaseveraciones del yo.

Este cuerpo fragmentado, término que he hecho también aceptar en nuestro sistema

de referencias teóricas, se muestra regularmente en los sueños, cuando la

moción del análisis toca cierto nivel de desintegración agresiva del individuo. Aparece

entonces bajo la forma de miembros desunidos y de esos órganos figurados

en exoscopia, que adquieren alas y armas para las persecuciones intestinas, los

cuales fijó para siempre por la pintura el visionario Jerónimo Bosco, en su ascensión

durante el siglo decimoquinto al cenit imaginario del hombre moderno. Pero

esa forma se muestra tangible en el plano orgánico mismo, en las líneas de fragilización

que definen la anatomía fantasiosa, manifiesta en los síntomas de escisión

esquizoide o de espasmo, de la histeria.

Correlativamente, la formación del yo [je] se simboliza oníricamente por un campo

fortificado, o hasta un estadio, distribuyendo desde el ruedo interior hasta su recinto,

hasta su contorno de cascajos y pantanos, dos campos de lucha opuestos donde

el sujeto se empecina en la búsqueda del altivo y lejano castillo interior, cuya

forma (a veces yuxtapuesta en el mismo libreto) simboliza el ello de manera sobrecogedora.

Y parejamente, aquí en el plano mental, encontramos realizadas estas

estructuras de fábrica fortificada cuya metáfora surge espontáneamente, y como

brotada de los síntomas mismos del sujeto, para designar los mecanismos de inversión,

de aislamiento, de reduplicación, de anulación, de desplazamiento, de la

neurosis obsesiva.

Pero, de edificar sobre estos únicos datos subjetivos, y por poco que los emancipemos

de la condición de experiencia que hace que los recibamos de una técnica

de lenguaje, nuestras tentativas teóricas quedarían expuestas al reproche de proyectado

en lo impensable de un sujeto absoluto: para eso hemos buscado en la

hipótesis aquí fundada sobre una concurrencia de datos objetivos la rejilla directriz

de un método de reducción simbólica.

Este instaura en las defensas del yo un orden genético que responde a los votos

formulados por la señorita Anna Freud en la primera parte de su gran obra, y sitúa

(contra un prejuicio frecuentemente expresado) la represión histórica y sus retornos

en un estadio más arcaico que la inversión obsesiva y sus procesos aislantes, y estos a su vez como previos a la enajenación paranoica que data del viraje del yo

[je] especular al yo [je] social.

Este momento en que termina el estadio del espejo inaugura, por la identificación

con la imago del semejante y el drama de los celos primordiales (tan acertadamente

valorizado por la escuela de Charlotte Bühler en los hechos de transitivismo infantil),

la dialéctica que desde entonces liga al yo [je] con situaciones socialmente

elaboradas.

Es este momento el que hace volcarse decisivamente todo el saber humano en la

mediatización por el deseo del otro, constituye sus objetos en una equivalencia

abstracta por la rivalidad del otro, y hace del yo [je] ese aparato para el cual todo

impulso de los instintos será un peligro, aún cuando respondiese a una maduración

natural; pues la normalización misma de esa maduración depende desde ese momento

en el hombre de un expediente cultural: como se ve en lo que respecta al

objeto sexual en el complejo de Edipo.

El término "narcisismo primario" con el que la doctrina designa la carga libidinal

propia de ese momento, revela en sus inventores, a la luz de nuestra concepción, el

mas profundo sentimiento de las latencias, de la semántica. Pero ella ilumina también

la oposición dinámica que trataron de definir de esa libido a la libido sexual,

cuando invocaron instintos de destrucción, y hasta de muerte, para explicar la relación

evidente de la libido narcisista con la función enajenadora del yo [je], con la

agresividad que se desprende de ella en toda relación con el otro, aunque fuese la

de la ayuda más samaritana.

Es que tocaron esa negatividad existencial, cuya realidad es tan vivamente promovida

por la filosofía contemporánea del ser y de la nada.

Pero esa filosofía no la aprehende desgraciadamente sino en los límites de una

self-sufficiency de la conciencia, que, por estar inscrita en sus premisas, encadena a

los desconocimientos constitutivos del yo la ilusión de autonomía en que se confía.

Juego del espíritu que, por alimentarse singularmente de préstamos a la experiencia

analítica, culmina en la pretensión de asegurar un psicoanálisis existencial.

Al término de la empresa histórica de una sociedad por no reconocerse ya otra

función sino utilitaria, y en la angustia del individuo ante la forma concentracionaria

del lazo social cuyo surgimiento parece recompensar ese esfuerzo, el existencia-lismo se juzga por las justificaciones que da de los callejones sin salida subjetivos

que efectivamente resultan de ello: una libertad que no se afirma nunca tan auténticamente

como entre los muros de una cárcel, una exigencia de compromiso en la

que se expresa la impotencia de la pura conciencia para superar ninguna situación,

una idealización voyeurista-sádica de la relación sexual, una personalidad que no

se realiza sino en el suicidio, una conciencia del otro que no se satisface sino por el

asesinato hegeliano.

A estos enunciados se opone toda nuestra experiencia en la medida en que nos

aparta de concebir el yo como centrado sobre el sistema percepción-conciencia,

como organizado por el "principio de realidad" en que se formula el prejuicio cientificista

más opuesto a la dialéctica del conocimiento, para indicarnos que partamos

de la función de desconocimiento que lo caracteriza en todas las estructuras

tan fuertemente articuladas por la señorita Anna Freud: pues si la Verneinung representa

su forma patente, latentes en su mayor parte quedarán sus efectos mientras

no sean iluminados por alguna luz reflejada en el plano de fatalidad, donde se

manifiesta el ello.

Así se comprende esa inercia propia de las formaciones del yo [je] en las que puede

verse la definición mas extensiva de la neurosis: del mismo modo que la captación

del sujeto por la situación da la fórmula más general de la locura, de la que

yace entre los muros de los manicomios como de la que ensordece la tierra con su

sonido y su furia.

Los sufrimientos de la neurosis y de la psicosis son para nosotros la escuela de las

pasiones del alma, del mismo modo que el fiel de la balanza psicoanalítica, cuando

calculamos la inclinación de la amenaza sobre comunidades enteras, nos da el índice

de amortización de las pasiones de la civitas.

En ese punto de juntura de la naturaleza con la cultura que la antropología de

nuestros días escruta obstinadamente, solo el psicoanálisis reconoce ese nudo de

servidumbre imaginaria que el amor debe siempre volver a deshacer o cortar de

tajo.

Para tal obra, el sentimiento altruista es sin promesas para nosotros, que sacamos a

luz la agresividad que subtiende la acción del filántropo, del idealista, del pedagogo,

incluso del reformador. En el recurso, que nosotros preservamos, del sujeto al sujeto, el psicoanálisis puede

acompañar al paciente hasta el límite extático del "tú eres eso", donde se le revela

la cifra de su destino mortal, pero no está en nuestro solo poder de practicante, el

conducirlo hasta ese momento en que empieza el verdadero viaje.

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