SEMINARIO 8 DE JACQUES LACAN LA
TRANSFERENCIA
Ricardo E. Rodríguez Ponte
(*) Notas redactadas para
paliar la demora en la desgrabación de las clases del seminario dictado este
año en la Red de Seminarios de la Escuela Freudiana de Buenos Aires: El Seminario
«La transferencia...». Una introducción. Septiembre de 1999.
Estas notas apuntan a paliar
de algún modo la demora en la desgrabación de las reuniones del seminario que
llevo adelante este año: El Seminario «La Transferencia...». Una introducción.(1)
Pretenden igualmente proporcionar a los participantes del mismo una guía de
lectura de las 11 primeras reuniones de ese Seminario de Lacan. No está
excluido que añadamos más adelante las referencias con las que el propio Lacan
vuelve a su comentario del Banquete de Platón en las siguientes clases del
mismo Seminario, así como en tal o cual otro Seminario, por ejemplo en la clase
24 del Seminario sobre La identificación, o en tal o cual escrito, por ejemplo
al final de «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente
freudiano». Tampoco está excluido que algún participante de mi seminario haga
suyo el proyecto de completar, comentar, incluso discutir, estas notas
necesariamente fragmentarias y aproximativas.
Tanto una sumaria como una exhaustiva
confrontación de la lectura que efectúa Lacan de este diálogo de Platón con las
traducciones y comentarios del mismo realizados por los
"especialistas", vuelve evidente la justificación del título que le
he dado a estas notas: la lectura lacaniana destaca aspectos que nadie había
destacado antes, como el término y la función del agalma o la función deíctica
del hipo de Aristófanes cuando se lo encadena a los juegos de palabras a
propósito del nombre y discurso de Pausanias, así como el sentido "a contrapelo"
entre los enunciados manifiestos de los discursos sostenidos en el texto de
Platón por sus protagonistas visibles y la más que verosímil posición
enunciativa de este último a la luz de los varios deícticos que Lacan fue
sabiendo detectar. El banquete de Lacan, seguramente, no es, no podría ser, no
habría interés en que lo fuera, El banquete de Platón; pero tampoco es el de
sus muchos comentadores, al que su singularidad, si no su intención manifiesta
—interrogar qué puede y debe ser el deseo del analista—, vuelve conjunto.
A continuación señalaré, clase
por clase —cada una de éstas indicada con un número romano—, aquellos puntos
que a mi entender llevan a la tesis más o menos final relativa a lo que El
banquete de Platón, según Lacan, nos puede enseñar respecto del amor en su
relación con el deseo y, más allá, con el deseo del analista, dejando de lado
lo que en estas 11 primeras clases del Seminario, a pesar de su indudable
interés, no apunte decididamente a esto.
I.— En el comienzo era el amor
I.1.— Hablar de disparidad
subjetiva de la transferencia apunta a cuestionar que la noción de
intersubjetividad pueda por sí sola suministrar el marco en el cual se inscribe
el fenómeno, y a calificar lo que la transferencia contiene de esencialmente impar.
No se trata meramente de una disimetría entre los sujetos en juego en la mal
llamada "situación" analítica, puesto que —lo veremos más adelante— a
lo que apunta el deseo en el trasfondo de la relación de amor, es a un objeto.
I.2.— Atendiendo a lo que
vendrá después, conviene también puntualizar las reiteradas referencias al
"ex nihilo propio de toda creación" en su "íntimo enlace con la
evocación de la palabra". El contexto previo de esta referencia, así como
el de su íntimo enlace con la objeción a la idea del Soberano Bien platónico
como meta del eros, se localizará en el Seminario anterior, sobre La ética del
psicoanálisis. Igualmente, para las también reiteradas referencias al
entre-dos-muertes y a la función de barrera constituida por la belleza. Podemos
adelantar que la belleza tendrá su función aparente en la dialéctica socrática
del Banquete, pero también que el discurso de Alcibíades aportará al respecto
una interesante vuelta de tuerca. En el mismo orden de ideas, podemos
considerar como ya adquirido que el dominio de Eros llega infinitamente más
lejos que cualquier campo que pueda cubrir el Bien, así como que forma parte
del discurso corriente que la acción del analista no debe tener como término el
bien del paciente, sino precisamente su eros.
I.3.— El secreto de Sócrates
estará detrás de todo lo que dirá Lacan este año de la transferencia. En
principio, este secreto tiene que ver con la diferencia entre el amado y el
amante, que Sócrates sabría reconocer.
I.4.— La relación analítica,
en su fondo, supone el hecho de aislarse con otro para enseñarle lo que le
falta. Ahora bien, por la naturaleza de la transferencia, lo que le falta, va a
aprenderlo en tanto que amante.
II.— Decorado y personajes
II.1.— Sócrates es el primero
que ha amado a Alcibíades, es su proto-erastés. Dada esta condición previa, una
pregunta pertinente será por los esfuerzos de seducción que éste, según
confesará al final del diálogo, ha ejercido en relación al primero: si ya se sabía
amado por Sócrates, ¿por qué su insistencia en que éste se lo manifestara, que
le diera un signo de este deseo?
II.2.— Alrededor de la
irrupción de Alcibíades —según Lacan, quien al respecto se distingue de todos
los comentadores del Banquete— gira todo aquello de lo que se trata en El
banquete. Por otra parte, es ahí que se esclarecerá más profundamente, no tanto
la cuestión de la naturaleza del amor, como la cuestión de su relación con la
transferencia. Los sucesivos discursos previos recibirán el golpe de su
articulación con la irrupción de Alcibíades y su asombrosa confesión. La
propuesta —no muy argumentada por Lacan, en verdad— es la de considerar el
texto de El banquete como una especie de relato de sesiones psicoanalíticas. La
de Alcibíades sería la irrupción de la vida en la dialéctica de los discursos.
II.3.— En la sociedad griega
antigua, las mujeres tenían en el amor el rol activo.
II.4.— El "amor
griego" permite captar una articulación elidida en lo que hay de demasiado
complicado en el amor con las mujeres. Nos permite desprender en la relación
del amor dos partenaires en lo neutro: el erastés y el erómenos. El amante como
sujeto del deseo, y el amado como aquél que, en esa pareja, es el único en
tener alguna cosa. Lo que lleva a la pregunta por si lo que tiene el erómenos
tiene alguna relación con aquello de lo que el sujeto del deseo carece [cf.
II.7].
II.5.— El amor es un
sentimiento cómico. Por lo que sabemos de Seminarios anteriores, por lo que
podemos adelantar de este, esta afirmación se esclarecerá por la articulación
del deseo con la función del falo.
II.6.— El amor es dar lo que
no se tiene.
II.7.— Los efectos del
lenguaje sobre el sujeto nos llevan a la noción del deseo en tanto que deseo de
otra cosa; no obstante, el deseo se fija ante algo. La dialéctica del amor de
Sócrates nos llevará a ese momento de báscula donde, de la conjunción del deseo
con su objeto en tanto que inadecuado, debe surgir esa significación que se
llama el amor.
III.— La metáfora del amor (Fedro)
III.1.— El problema del amor
nos interesa en tanto va a permitirnos comprender lo que sucede en la
transferencia. De allí el interés de distinguir las posiciones del erastés y
del erómenos en la pareja amorosa, como articulación esencial del problema del
amor.
III.2.— Con quienes nos son
más próximos, uno no hace más que dar vueltas alrededor del fantasma que
sustituye a su ser verdadero. Ahora bien, este ser, que de todos modos se trata
de alcanzar por los caminos del deseo, es el propio. En parte, esto podría
estar ilustrado, en el discurso de Fedro, por lo que cuenta a propósito de
Orfeo, a saber, la diferencia que hay entre el objeto de nuestro amor en tanto
que lo recubren nuestros fantasmas, y el ser del otro, en tanto que el amor se
interroga para saber si lo puede alcanzar. Es a ese ser del otro que Alcestes
se sustituye en la muerte. Se trata de una sustitución, pero no es la metáfora
que nos interesa [cf. III.6].
III.3.— En la relación de amor
(deseo) el otro no es sujeto, es objeto, y esto, como se verá más adelante en
el Seminario, no es lo peor para el otro (peor para él es hacer de él un
sujeto). Anticipo de la noción de agalma: imágenes cuyo exterior representaba
un sátiro o un sileno, conteniendo en su interior "cosas preciosas".
Es la comparación que hará Alcibíades de Sócrates. A esto tenderá finalmente
nuestra pregunta, a partir de una interrogación por lo que el fenómeno de la
transferencia se presume que imita al máximo, hasta confundirse con él: el
amor.
III.4.— Quien va al encuentro
de un analista, lo hace por principio de la suposición de que no sabe lo que
tiene, y ahí está la implicación del inconsciente: un "él no sabe"
fundamental. Ahora bien, si lo que lo trae al comienzo es un "no sabe lo
que tiene", al final del análisis encontrará no un tener, sino una falta.
Consideremos este saber, o no saber, en términos de la pareja amorosa:
III.5.— Lo que caracteriza al
erastés, al amante, es esencialmente lo que le falta (es el sujeto del deseo),
pero como analistas añadimos: él no sabe lo que le falta (este no saber resulta
del inconsciente). Por otra parte, el erómenos, el objeto amado, no sabe lo que
tiene, lo que tiene oculto, y que constituye su atractivo; lo que tiene es
llamado a revelarse en la relación de amor. Ahora bien, no hay coincidencia
entre los términos: lo que le falta al erastés no es ese "lo que
tiene" que está oculto en el erómenos. Ahí está todo el problema del amor.
III.6.— El amor como
significación es una metáfora, es decir, una sustitución: es en tanto que la
función del erastés, del que ama, en tanto que es el sujeto de la falta, viene
al lugar, se sustituye a la función del erómenos, el objeto amado, que se produce
la significación del amor. El sentido de esta metáfora, para Lacan, está
indicado por la referencia a Aquiles, y no a Alcestes, en el discurso de Fedro:
Aquiles, el amado, se comporta como se esperaría que se comportara el amante.
Ahí está la significación del amor: el erómenos deviene erastés. Al pasar, esto
introduce la observación de que en la pareja erótica es del lado del amante,
sujeto de la falta, que se encuentra la actividad, lo que, trasladado a la
pareja heterosexual, lleva a esto: es del lado de la mujer que está a la vez la
falta y también, por eso, la actividad. Del lado del amado está el objeto.
III.7.— Los dioses pertenecen
a lo real, es un modo de revelación de lo real. La filosofía, el cristianismo
(y la ciencia) llevan a que las revelaciones que el hombre encontraba en lo
real fuera a buscarlas en el logos, es decir en el nivel de una articulación
significante. Era la exigencia de Sócrates: pasar de la doxa a la episteme.
IV.— La psicología del rico (Pausanias)
IV.1.— A la pareja de la
intersubjetividad, en la que el otro es otro sujeto, Lacan opone la pareja
erastés-erómenos, que nos propone otra aprehensión del otro, en función del
deseo. El ser del otro en el deseo no es un sujeto, el otro en tanto que
apuntado en el deseo es apuntado en tanto objeto amado. El deseo por el objeto
amado es comparable a la mano que se adelanta para alcanzar el fruto cuando
está maduro, para atraer la rosa que se ha abierto, para atizar el tronco que
se enciende de pronto — y aquí comienza el mito de Lacan.
IV.2.— La fórmula
metáfora-sustitución del erastés al erómenos: es esta metáfora la que engendra
la significación del amor. Lacan retoma su mito: el gesto de alcanzar el fruto,
etc., es solidario de la maduración del fruto, etc., pero cuando la mano ha ido
suficientemente lejos en su movimiento hacia el objeto, si del fruto sale una
mano al encuentro de la nuestra, etc., y en ese momento la mano se fija en la
plenitud del objeto, ahí se produce el milagro del amor. Pero no se trata del
amor de enfrente, sino del propio: cuando quien era primeramente erómenos, el
objeto amado, súbitamente se vuelve erastés, el que desea.
IV.3.— Si los dioses es una
manifestación de lo real [cf. III.7], todo pasaje de esa manifestación a un
orden simbólico nos aleja de la revelación de lo real.
IV.4.— Pausanias plantea la
relación amorosa como un intercambio provechoso: belleza por sabiduría. Esto
formará parte del planteo de Alcibíades en su reclamo a Sócrates. Contra la
lectura tradicional, Lacan sostiene que no es esa la propuesta del llamado
"amor platónico". Los juegos de palabras a propósitto del nombre de
Pausanias y el hipo de Aristófanes indican que Platón se burla de Pausanias.
IV.5.— Luego del discurso de
Agatón, Sócrates devuelve las cosas a su raíz: ¿amor de qué? Del amor pasamos
así al deseo: a él le falta, es idéntico por sí mismo a la falta.
V.— La armonía médica
(Erixímaco)
V.1.— El psicoanalista es un
hombre de quien se viene a buscar la ciencia de lo que uno tiene como más
íntimo. En el comienzo del análisis, esta ciencia, él es supuesto tenerla. De
esta manera, definimos la situación en términos subjetivos, en la disposición
de aquél que llega como demandante. Lo que comporta objetivamente esta
situación, y que la sostiene, es el inconsciente. Ahora bien, ¿cómo esta
situación, definida así, subjetivamente, engendra algo que se parezca al amor?
V.2.— Si algo que se parezca
al amor parece definir la transferencia, en verdad la transferencia cuestiona
(pone en causa) al amor.
V.3.— Si en un extremo de la
partida del análisis tenemos que el sujeto va a la búsqueda de lo que tiene, y
no conoce, sabemos que, en el otro extremo, lo que va a encontrar es aquello de
lo que carece, y es como eso de lo que él carece que se articula lo que
encontrará en el análisis: su deseo. Ahora bien, el deseo no es un bien, algo
que se tendría.
V.4.— En el tiempo de la
eclosión del amor de transferencia se lee la inversión de la posición que, de
la búsqueda de un bien, hace la realización del deseo. La realización del deseo
no es la posesión de un objeto, sino la emergencia a la realidad del deseo como
tal. Situaremos este momento en el discurso de Alcibíades.
V.5.— Esencial a la posición
médica: la noción de armonía, acuerdo, que Erixímaco lleva incluso al plano
cosmológico, punto sobre el que volverá Aristófanes en el siguiente discurso al
referirse a la concepción cosmológica del hombre.
V.6.— Conviene atender al
intercambio primero entre Agatón y Sócrates, respecto del pasaje de lo lleno a
lo vacío entre dos vasos comunicantes. Contra lo que ilusiona Alcibíades,
Sócrates se sabe vacío del agalma: deseante puro, no puede reconocerse como
erómenos.
V.7.— En El banquete no hay un
solo discurso que no deba tomarse con una sospecha de cómico, incluido el de
Sócrates. En el de Fedro esto está claro, cuando habla de la apreciación de los
dioses, quienes justamente no podían comprender nada del amor.
VI.— La irrisión de la esfera
(Aristófanes)
VI.1.— Si el universo al que
apunta el discurso pre-socrático es un universo que trata de volverse universo
discursivo, un universo de discurso —se supone que el universo debe entregarse
al orden del significante, de manera que sus elementos se ordenen a la manera
del discurso—, de Sócrates procede la idea nueva y esencial de que es preciso
garantizar el saber. Lo que Sócrates llama episteme implica que el discurso
engendra la dimensión de la verdad como tal. Para ello se basa en una
combinatoria primitiva que, en la base de nuestro discurso, es siempre la
misma: un juego de oposiciones referido al puro dominio del discurso. (No está
de más recordar que la aprehensión de lo real, en esa época, no era concebida
como lo correlativo del sujeto, así fuese universal.)
VI.2.— En El banquete, el
único que habla del amor como conviene es el cómico Aristófanes (para Platón,
un payaso, lo que no quiere decir que Platón se proponga hacernos reír del
amor). Es el primero que habla del amor como nosotros: lo que más anhelan los
amantes es hacer, de dos, uno. Es el amor como anhelo de fusión. A diferencia
de los demás participantes del banquete, Aristófanes, con su estilo cómico,
parece tomar al amor en serio e incluso a lo trágico, y se acerca a nosotros,
los modernos, en cuanto a la sobreestimación narcisística del sujeto supuesto
en el objeto amado. La ilustración de Aristófanes es conocida: los seres
dobles, cortados en dos por Zeus, que buscan reunirse con su otra mitad.
VI.3.— En otro nivel, la
ilustración de Aristófanes constituye una irrisión de la esfera platónica.
Platón se divierte burlándose de su propia concepción del mundo. Pero de
rebote, apunta al resorte de la fascinación por la forma esférica: la curiosa
alusión al cambio de lugar de los genitales en el mito del andrógino, en el
contexto de una redondez sin sobresaliencias que tiene sus fundamentos en la
estructura imaginaria, sugiere que la adhesión afectiva a esta última se
sostiene en una Verwerfung de la castración. En ese punto, Aristófanes habla
como Juanito.
VI.4.— Siendo el único lugar
de esta sucesión de discursos donde se conjugan el amor y el genital, esto
confirma la previa afirmación de Lacan respecto de que el resorte de lo cómico
es su referencia al falo.
VII.— La atopía de Eros
(Agatón)
VII.1.— La doctrina de Freud
implica el deseo en una dialéctica. El deseo no es una función vital, está
tomado en una dialéctica porque está suspendido, bajo la forma de metonimia, a
una cadena significante, la cual es como tal constituyente del sujeto. Para lo
que es del deseo, es esencial que nos remitamos a sus condiciones: el sujeto
conserva una cadena articulada fuera de la conciencia, inaccesible a la conciencia;
se trata de una demanda, que constituye una reivindicación eternizada en el
sujeto. El genio de Freud es haber designado el soporte de esta demanda, de
esta memoria, en la cadena significante, cuando se refirió al automatismo de
repetición y su carácter mortífero, tendencia a la muerte que articula un deseo
que introduce el desorden en el orden de un viviente supuestamente sumiso a la
adaptación.
VII.2.— Lo que está alcanzado,
si no prefigurado, en la tragedia antigua por relación a Freud —quien lo
reconoce de entrada como relacionándose con la razón de ser que acaba de
descubrir en el inconsciente—, es el él no sabía, a escribir en el grafo en la
línea de la enunciación.
VII.3.— El misterio de
Sócrates es la instalación de lo que él llama episteme, la ciencia, término que
no tiene en él el mismo sentido que para nosotros. En Sócrates, se trata de la
promoción, a una dignidad absoluta, del significante como tal, lo que impone manipularlo
referido a su coherencia interna. Esta promoción parece coherente con el efecto
de abolir en un hombre el temor y el temblor ante la segunda muerte. La
coherencia del significante es llevada a una potencia absoluta, a la potencia
de único fundamento de la certeza. Esta idea de la ciencia, por otra parte,
funda su creencia en la inmortalidad del alma, creencia cuyos efectos
permanecen hasta hoy. ¿A qué responde su posición, a qué atopía del deseo? En
nuestros términos, dicha atopía coincide con cierta pureza tópica, en cuanto
que ella designa el punto central donde, en nuestra topología, el espacio del
entre-dos-muertes está en el estado puro, y vacío el lugar del deseo como tal.
El deseo ya no es allí sino su lugar.
VII.4.— Lo anterior nos da un
primer punto de referencia para situar nuestra pregunta por la transferencia.
La complejidad de su cuestión de ningún modo se podría limitar a lo que sucede
en el paciente, por lo que se trata de articular qué debe ser el deseo del
analista. ¿Cuáles son las coordenadas que el analista debe ser capaz de
alcanzar para simplemente ocupar el lugar que es el suyo, el cual se define
como el lugar que debe ofrecer vacante al deseo del paciente para que se
realice como deseo del Otro?
VII.5.— En contrapunto con lo
que había dicho del discurso de Aristófanes, aquí Lacan señala que Agatón, el
poeta trágico, produce un discurso abiertamente irrisorio. El mismo Agatón lo
sabe, y, tras él, Platón.
VII.6.— El vacío que en la
tragedia antigua es introducido por el mandato a nivel de la segunda muerte, ya
no puede ser sostenido con un dios —el cristiano— que ya no puede dar órdenes
insensatas ni crueles. El amor viene a llenar ese vacío.
VIII.— De episteme a mythos
(Sócrates, Diotima)
VIII.1.— Cuando Agatón, de
erómenos de Sócrates, pasa a ser su erotómenos, su interrogado, surge el tema
de la función de la falta: ¿amor de qué? ¿deseo de qué? — sino de lo que no se
tiene, de lo que falta.
VIII.2.— Pero una vez
introducida la función de la falta como constitutiva de la relación de amor —lo
que es el retorno a la función deseante del amor—, Sócrates pasa la palabra a
Diotima. Ante lo que está en juego, el amor, es preciso un cambio de discurso:
interrogar al significante sobre su coherencia de significante, esencia del método
socrático, no llega lejos en relación al amor. Ante el asunto del amor, el
propio Sócrates está en dificultades.
VIII.3.— El paso esencial de
Sócrates respecto de los sofistas es sostener que el saber, el único seguro, se
afirma por la sola coherencia del discurso que es diálogo, asegurada la
autonomía de la ley del significante. Este paso de Sócrates prepara nuestro
campo, pero la novedad del análisis es que algo puede sustentarse en la ley del
significante sin que eso comporte un saber, incluso excluyéndolo expresamente,
al constituirse como inconsciente, es decir como necesitando a su nivel el
eclipse del sujeto para subsistir como cadena inconsciente, como constituyendo
lo que hay de irreductible en la relación del sujeto con el significante. Por eso
no nos sorprende que el discurso socrático, el de la episteme, no pueda rebasar
cierto límite cuando concierne al amor. Algo, cuando se trata del discurso del
amor, escapa al saber de Sócrates, y éste se borra, se divide, y hace hablar en
su lugar a una mujer, a la mujer que hay en él. Por otra parte, esto no es
exclusivo de este texto: cuando se llega a un cierto término de lo que puede
ser obtenido en el plano de la episteme, del saber, es preciso pasar al mito.
VIII.4.— Diotima introduce el
mito —forjado por Platón— del engendramiento de Eros por Poros y Penia (Aporía)
en la fiesta por el nacimiento de Afrodita. Poros duerme, no sabía. Masculino =
deseable. Femenino = activo. La fórmula lacaniana ya vista —el amor es dar lo
que no se tiene— encuentra su ilustración en este mito: Aporía no tiene otra
cosa para dar que su falta constitutiva. Por otra parte, a esa fórmula la
encontramos, según Lacan, en el propio discurso de Diotima, cuando pone en
concordancia el amor como demonio, ser intermedio entre lo bello y lo feo,
entre los hombres y los dioses, con la doxa, intermediaria entre la ciencia y
la ignorancia: la opinión verdadera, ortho-doxa, da la verdad sin poder dar
cuenta de ella.
VIII.5.— Pero incluso el
discurso de Diotima está condenado a dejar opaco el objeto de los sucesivos
elogios del Banquete, el que se elucidará con la entrada de Alcibíades.
IX.— Salida del ultramundo
(Diotima, Alcibíades)
IX.1.— Articulado el amor en
términos de falta, Diotima añade que lo bello no tiene relación con el tener,
sino con el ser, y propiamente con el ser mortal, cuya particularidad es que se
perpetúa por medio de la generación. Diotima introduce en el diálogo su
concepción del eros como un ascenso hacia las formas perfectas, inmortales. Lo
bello funciona como guía en ese tránsito de lo mortal hacia lo que éste aspira,
la inmortalidad. Pero el discurso de Diotima introduce a continuación un
deslizamiento, puesto que de pronto este deseo de lo bello hace girar la cosa:
de guía de la búsqueda que era, deviene objeto de la misma, sustituyéndose a
los objetos que eran su soporte. El erastés es conducido hacia un lejano
erómenos por todos los eromenoi, erómenos que es término de una identificación
última por la cual el erastés deviene erómenos. Cuanto más desea el sujeto,
según esta dialéctica, más deseable se vuelve, puesto que apunta a su propia
perfección. Pero Platón no queda en eso, pues después de Diotima introduce a
Alcibíades.
IX.2.— Diotima ha comparado al
amor, como demonio, con la doxa, intermediaria entre la episteme, la ciencia, y
la amathia, la ignorancia. Esto explica por qué Sócrates, quien sólo sabe lo
referido a las cosas del amor, no puede hablar de ello más que permaneciendo en
la zona del él no sabía, por lo que hace hablar en su lugar a Diotima, quien,
en suma, habla sin saber. Sócrates no puede postularse en su saber más que al
mostrar que, del amor, sólo hay discurso desde el punto en que él no sabía.
IX.3.— Es de subrayar que
Aporía está antes que Amor. Aporía, que no posee otra cosa que falta, es
erastés, sin que haya sido nunca erómenos. No hay metáfora del amor en Aporía.
IX.4.— La entrada de
Alcibíades es la entrada de la realidad en el terreno del amor. Ahí donde la
dimensión del amor se manifiesta en lo real, no tiende a la armonía. No hay
unión de los erastés en su ascenso al erómenos. En el corazón de la acción del
amor, se introduce un objeto que no es el de la competencia y la comunicación
instaurada por el transitivismo, sino el objeto de la codicia única. Nos acercamos
al objeto a del fantasma, por la vía del agalma.
X.— Agalma (Alcibíades)
X.1.— A lo largo de esta
clase, Lacan abordará las distintas significaciones que se le han dado a la
palabra agalma, para precisar la que le parece más justa, pivote de su
explicación del amor en sus relaciones con el deseo. No se reduce a su
condición de "adorno", ni tampoco, como a veces se traduce, a figuras
o estatuas de dioses. En todo caso, su función de "trampa para
dioses" nos acerca a su verdadera función en la economía del deseo. No
está lejos de lo que Lacan había introducido como siendo la función del falo en
la articulación entre la demanda y el deseo, y, por lo tanto, de la función
fetiche del objeto.
X.2.— Alcibíades cambia la
regla del juego del banquete, e introduce el amor en su cruda realidad: nadie
quiere compartir el erómenon. Del elogio del amor se pasa al elogio del otro, y
con él, al amor en acto, en la relación de uno al otro. Ahora bien, cuando
entra en el juego del amor el otro, habrá dos otros: al-menos-tres del amor.
X.3.— El discurso de
Alcibíades nos saca de la vía ascendente de las identificaciones por las que el
erastés, de erómenos en erómenos, se vuelve él mismo erómenos. Alcibíades no
busca en Sócrates su bien, sino el objeto, que también buscará en Agatón. Es el
hombre del deseo. No obstante, hay un enigma, ¿por qué Alcibíades, sabiéndose
deseado por Sócrates, le reclama a éste un signo de ese deseo?
X.4.— En su confesión pública,
Alcibíades deja algo en claro: no es la vía de la belleza —preconizada por
Diotima, por boca de Sócrates— la que él sigue: Sócrates no es bello, pero su
fea envoltura oculta lo que es importante, lo que está en su interior, agalma,
y que sólo Alcibíades habría podido ver manifestarse, pretende, algo que no carece
de relaciones con la palabra y la voz de Sócrates, comparado al flautista
Marsias. Ese objeto precioso, indicado pero no nombrado, pone a Alcibíades, el
sujeto del deseo, a las órdenes de los mandatos de Sócrates — punto que nos
remite a la función del Che vuoi? en la constitución del fantasma: "¿hay
un deseo que sea verdaderamente tu voluntad?".
X.5.— De la oposición
absolutamente moderna sujeto-objeto resulta el prejuicio de que sería más digno
tomar al otro en el amor como un sujeto, bajo el pretexto de la
intercambiabilidad de los objetos: un objeto vale lo que otro. Lacan comenta
que hacer del otro un sujeto es peor: un sujeto no vale lo que otro, es otro,
al que podemos imputar ser como nosotros mismos, alguien sujeto a una
combinatoria significante, y como tal calculable. Pero el objeto del que
hablamos los analistas, en tanto objeto parcial, no es el objeto de la
equivalencia ni del transitivismo de los bienes. Se trata del objeto del deseo,
y éste no tiene equivalencia con los demás. Además, el aspecto profundamente
parcial del objeto en tanto pivote, centro y clave del deseo humano, no debemos
integrarlo en ninguna dialéctica de totalización. El otro, en tanto objeto del
deseo, puede ser la adición de un montón de objetos parciales, pero no una totalidad.
La ideología del "amor genital", dirigido a la "totalidad"
del otro, oblativo al tomarlo como sujeto, parte del supuesto de una armonía
preestablecida que la experiencia del análisis desmiente.
XI.— Entre Sócrates y
Alcibíades
XI.1.— Al entrar, Alcibíades
cambia la regla del juego: en lugar del hacer el elogio del amor, se hará el
elogio del vecino. Así comienza su elogio de Sócrates. En el curso de ese
elogio, describe a Sócrates como un sileno que oculta en su interior los
agálmata. ¿Cuál es la naturaleza del agalma encerrado en el interior del
Sócrates, según Alcibíades? No está dicho, sino sugerido, por la comparación
que éste hace del primero con el sátiro Marsias: sus palabras encantan, así
como la flauta del sátiro, pero no por su música, sino por el saber que
encierran o hacen suponer. Luego relata una escena pasada, entre él y Sócrates:
Alcibíades se sabía deseado por Sócrates, se sabía su erómenos, pero reclama no
obstante un signo de ese deseo. Sócrates, su erastés, se lo rehusa. ¿Por qué?
Porque en el contexto de la demanda de Alcibíades, la de intercambiar belleza
(corporal) por belleza (saber), darle ese signo habría implicado aceptarse como
erómenos, es decir, como poseedor de ese saber que toda su posición niega. La
posición constitutiva de Sócrates es la de un vacío en ese lugar, el famoso
"sólo sé que no sé nada". Pero también, que lo poco que sabe
concierne al amor. Darle ese signo hubiera sido acceder a la metáfora del amor,
la sustitución del erómenos por el erastés, sustitución imposible en su caso,
por no admitirse como erómenos. En cambio, en el camino de su reclamo de ese
signo, la metáfora del amor se ha efectuado en Alcibíades: de erómenos deviene
erastés. ¿Qué hace Sócrates con eso?
XI.2.— En ese punto, Sócrates
interviene, dando satisfacción a la demanda, no pasada, sino presente, de
Alcibíades. Su intervención tiene caracteres de interpretación. En primer
lugar, porque incide no sobre los enunciados de Alcibíades, sino sobre la marca
en los mismos de su enunciación: el carácter pretendidamente accesorio de su
consejo a Agatón, luego de haber situado el elogio de Sócrates en las
coordenadas de un "no sé lo que digo" atribuido al vino. Al mismo
tiempo, situando el agalma que sabe no poseer en un lugar tercero, Agatón, ante
quien trata de hacer pasar la imagen de Alcibíades erastés, deseante, haciendo
él mismo su elogio. Si no obstante Sócrates también se engaña en este paso, es
que dirige a Alcibíades hacia Agatón en la idea de un camino ascendente hacia
el bien. Pero no era esa la posición de Alcibíades, quien no quiere el agalma
por algo, ni para su bien, lo quiere porque lo quiere, señalando así la función
de ese objeto del fantasma en el deseo: detener la metonimia en el punto donde
el sujeto se abole ante el objeto. Alcibíades se revela así como el sujeto del
deseo, sin temor a la castración, sin retroceder por rechazo de la feminidad.
XI.3.— Queda la pregunta de
por qué Alcibíades se obstinaba en recibir un signo de un deseo del que ya se
sabía el objeto. Pero como dije en la introducción a estas breves notas, la
lectura del Banquete de Lacan no se limita a estas once clases que dedica explícitamente
a su comentario. Incluso la noción todavía un poco difusa del agalma como
objeto del deseo necesitará algunas vueltas más hasta acabarse como la del
objeto a en el fantasma fundamental.
hola, como comentario constructivo, pudieras cambiar el tamaño de la letra por favor?
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