I
En
la fase del complejo de Edipo normal encontramos al niño tiernamente prendado
del progenitor de sexo contrario, mientras que en la relación con el de igual
sexo prevalece la hostilidad. En el caso del varoncito la madre fue su primer
objeto de amor. En la niña pequeña también la madre fue, por cierto, su primer
objeto; ¿cómo halla entonces el camino hasta el padre? ¿Cómo, cuándo y por qué
se desase de la madre? La tarea de resignar la zona genital originariamente
rectora, el clítoris, por una nueva, la vagina, complica el desarrollo de la
sexualidad femenina. Ahora se nos aparece una segunda mudanza de esa índole, el
trueque del objeto-madre originario por el padre.
Dos
hechos me llamaron sobre todo la atención. He aquí el primero: toda vez que
existía una ligazón-padre particularmente intensa, había sido precedida, según
el testimonio del análisis, por una fase de ligazón-madre exclusiva de igual
intensidad y apasionamiento.
El
segundo hecho enseñaba que habíamos subestimado también la duración de esa
ligazón-madre. Más aún: era preciso admitir la posibilidad de que cierto número
de personas del sexo femenino permanecieran atascadas en la ligazón-madre
originaria y nunca produjeran una vuelta cabal hacia el varón.
Parece
necesario privar de su carácter universal al enunciado según el cual el
complejo de Edipo es el núcleo de la neurosis. De hecho, en el curso de esa
fase el padre no es para la niña mucho más que un rival fastidioso, aunque la
hostilidad hacia él nunca alcanza la altura característica para el varoncito.
Hace mucho que hemos resignado toda expectativa de hallar un paralelismo
uniforme entre el desarrollo sexual masculino y el femenino.
La
primera ligazón-madre parece como si hubiera sucumbido a una represión
particularmente despiadada.
II
He
anticipado los dos hechos que me resultaron novedosos, a saber: que la intensa
dependencia de la mujer respecto de su padre no es sino la heredera de una
igualmente intensa ligazón-madre, y que esta fase anterior tuvo una duración
inesperada.
En
primer lugar, es innegable que la bisexualidad, que según nuestra tesis es
parte de la disposición {constitucional} de los seres humanos, resalta con
mucha mayor nitidez en la mujer que en el varón. En efecto, este tiene sólo una
zona genésica rectora, un órgano genésico, mientras que la mujer posee dos de
ellos: la vagina, propiamente femenina, y el clítoris, análogo al miembro
viril. Nos consideramos autorizados a suponer que durante muchos años la vagina
es como si no estuviese, y acaso sólo en la época de la pubertad proporciona
sensaciones. Lo que precede a la genitalidad en la infancia, tiene que
desenvolverse en la mujer en torno del clítoris. La vida sexual de la mujer se
descompone por regla general en dos fases, de las cuales la primera tiene
carácter masculino; sólo la segunda es la específicamente femenina.
Paralela
a esta primera gran diferencia corre la otra en el campo del hallazgo de
objeto. Para el varón, la madre deviene el primer objeto de amor a consecuencia
del influjo del suministro de alimento y del cuidado del cuerpo, y lo seguirá
siendo hasta que la sustituya un objeto de su misma esencia o derivado de ella.
También en el caso de la mujer tiene que ser la madre el primer objeto. Es que
las condiciones primordiales de la elección de objeto son idénticas para todos
los niños. Pero al final del desarrollo el varón-padre debe haber devenido el
nuevo objeto de amor; vale decir: al cambio de vía sexual de la mujer tiene que
corresponder un cambio de vía en el sexo del objeto.
El
inevitable destino del vínculo de simultáneo amor a uno de los progenitores y
odio al rival se establece sólo para el niño varón. Y luego es en este en quien
el descubrimiento de la posibilidad de castración, como se prueba por la vista
de los genitales femeninos, impone la replasmación del complejo de Edipo,
produce la creación del superyó y así introduce todos los procesos que tienen
por meta la inserción del individuo en la comunidad de cultura.
En
el varón, sin duda, resta como secuela del complejo de castración cierto grado
de menosprecio por la mujer cuya castración se ha conocido. A partir de ese
menosprecio se desarrolla, en el caso extremo, una inhibición de la elección de
objeto y, si colaboran factores orgánicos, una homosexualidad exclusiva. Muy
diversos son los efectos del complejo de castración en la mujer. Ella reconoce
el hecho de su castración y, así, la superioridad del varón y su propia
inferioridad, pero también se revuelve contra esa situación desagradable. De
esa actitud bi-escindida derivan tres orientaciones de desarrollo. La primera
lleva al universal extrañamiento respecto de la sexualidad. La mujercita,
aterrorizada por la comparación con el varón, queda descontenta con su
clítoris, renuncia a su quehacer fálico y, con él, a la sexualidad en general,
así como a buena parte de su virilidad en otros campos. La segunda línea, en
porfiada autoafirmación, retiene la masculinidad amenazada; la esperanza de
tener alguna vez un pene persiste hasta épocas increíblemente tardías, es
elevada a la condición de fin vital, y la fantasía de ser a pesar de todo un
varón sigue poseyendo a menudo virtud plasmadora durante prolongados períodos.
También este «complejo de masculinidad» de la mujer puede terminar en una
elección de objeto homosexual manifiesta. Sólo un tercer desarrollo, que
implica sin duda rodeos, desemboca en la final configuración femenina que toma
al padre como objeto y así halla la forma femenina del complejo de Edipo. Por
lo tanto, el complejo de Edipo es en la mujer el resultado final de un
desarrollo más prolongado; no es destruido por el influjo de la castración,
sino creado por él; escapa a las intensas influencias hostiles que en el varón
producen un efecto destructivo, e incluso es frecuentísimo que la mujer nunca
lo supere.
La
fase de la ligazón-madre exclusiva, que puede llamarse preedípica, reclama entonces
una significación muchísimo mayor en la mujer, que no le correspondería en el
varón. El endoso de ligazones afectivas del objeto-madre al objeto-padre
constituye, en efecto, el contenido principal del desarrollo que lleva hasta la
feminidad.
Nuestro
interés tiene que dirigirse a los mecanismos que se han vuelto eficaces para el
extrañamiento del objeto-madre, amado de manera tan intensa como exclusiva.
Estamos preparados para hallar, no un único factor de esa índole, sino toda una
serie, que cooperen en la misma meta final.
En
primera línea han de nombrarse aquí los celos hacia otras personas, hermanitos,
rivales entre quienes también el padre encuentra lugar. El amor infantil es
desmedido, pide exclusividad, no se contenta con parcialidades. Ahora bien, un
segundo carácter es que este amor carece propiamente de meta, es incapaz de una
satisfacción plena, y en lo esencial por eso está condenado a desembocar en un
desengaño y dejar sitio a una actitud hostil.
Otro
motivo, mucho más específico, de extrañamiento respecto de la madre resulta del
efecto del complejo de castración sobre la criatura sin pene. En algún momento
la niña pequeña descubre su inferioridad orgánica, desde luego antes y más
fácilmente cuando tiene hermanos o hay varoncitos en su cercanía. Enunciamos ya
las tres orientaciones que se abren entonces: a) la suspensión de toda la vida
sexual; b) la porfiada hiperinsistencia en la virilidad, y c) los esbozos de la
feminidad definitiva.
Según
dijimos, la prohibición de masturbarse se convierte en la ocasión para dejar de
hacerlo, pero también es motivo para rebelarse contra la persona prohibidora,
vale decir, la madre o su sustituto (que más tarde se fusiona regularmente con
ella). La porfía en la masturbación parece abrir el camino hacia la
masculinidad. El rencor por haberle impedido el libre quehacer sexual desempeña
un gran papel en el desasimiento de la madre. Ese mismo motivo vuelve a
producir efectos tras la pubertad, cuando la madre cree su deber preservar la
castidad de la hija.
Cuando
la niña pequeña se entera de su propio defecto por la vista de un genital
masculino, no acepta sin vacilación ni renuencia la indeseada enseñanza. Cuando
se capta la universalidad de este carácter negativo, se produce una gran
desvalorización de la feminidad, y por eso también de la madre.
Tan
pronto interviene por primera vez la prohibición, se genera el conflicto, que
en lo sucesivo acompañará al desarrollo de la función sexual.
Comoquiera
que fuese, al final de esta primera fase de la ligazón-madre emerge como el más
intenso motivo de extrañamiento de la hija respecto de la madre el reproche de
no haberla dotado de un genital correcto, vale decir, de haberla parido mujer.
Repasemos
toda la serie de las motivaciones que el análisis descubre para el
extrañamiento respecto de la madre: omitió dotar a la niñita con el único
genital correcto, la nutrió de manera insuficiente, la forzó a compartir con
otro el amor materno, no cumplió todas las expectativas de amor y, por último,
incitó primero el quehacer sexual propio y luego lo prohibió; tras esa ojeada
panorámica, nos parece que esos motivos son insuficientes para justificar la
final hostilidad. La ligazón-madre tiene que irse a pique {al fundamento}
justamente porque es la primera y es intensísima, algo parecido a lo que puede
observarse sobre el primer matrimonio de mujeres jóvenes enamoradas con la
máxima intensidad.
En
las primeras fases de la vida amorosa es evidente que la ambivalencia
constituye la regla. La intensa ligazón de la niña pequeña con su madre debió
de haber sido muy ambivalente, y justamente por esa ambivalencia, con la
cooperación de otros factores, habrá sido esforzada a extrañarse de ella, vale
decir: el proceso es, también aquí, consecuencia de un carácter universal de la
sexualidad infantil.
¿Cómo
puede en tal caso el varoncito conservar incólume su ligazón-madre, que por
cierto no es menos intensa? Con igual rapidez acude la respuesta: Porque le
resulta posible tramitar su ambivalencia hacia la madre colocando en el padre
todos sus sentimientos hostiles. Pero, en primer lugar, no debe darse esta
respuesta antes de estudiar a fondo la fase preedípica del varón; y en segundo
lugar, probablemente lo más cauto sea confesar que uno todavía no penetra bien
estos procesos, de los que se acaba de tomar conocimiento.
III
Las
metas sexuales de la niña junto a la madre son de naturaleza tanto activa como
pasiva, y están comandadas por las fases libidinales que atraviesan los niños.
Una impresión recibida pasivamente provoca en el niño la tendencia a una
reacción activa. Intenta hacer lo mismo que antes le hicieron o que hicieron
con él. El juego infantil es puesto al servicio de este propósito de
complementar una vivencia pasiva mediante una acción y cancelarla de ese modo.
Se muestra de manera inequívoca una rebeldía contra la pasividad y una
predilección por el papel activo.
Las
primeras vivencias sexuales y de tinte sexual del niño junto a la madre son
desde luego de naturaleza pasiva. Es amamantado, alimentado, limpiado, vestido
por ella, que le indica todos sus desempeños. Una parte de la libido del niño
permanece adherida a estas experiencias y goza de las satisfacciones conexas;
otra parte se ensaya en su re-vuelta {Umwendung} a la actividad.
En
el juego con la muñeca, donde ella misma figura a la madre como la muñeca al
nene. La preferencia de la niña -a diferencia del varón- por el juego de la
muñeca suele concebirse como signo del temprano despertar de la feminidad.
La
actividad sexual de la niña hacia la madre, tan sorprendente, se exterioriza
siguiendo la secuencia de aspiraciones orales, sádicas y, por fin, hasta
fálicas dirigidas a aquella. Hallamos los deseos agresivos orales y sádicos en
la forma a que los constriñó una represión prematura: como angustia de ser
asesinada por la madre, a su vez justificatoria del deseo de que la madre
muera, cuando este deviene conciente.
En
el estadio sádico-anal la intensa estimulación pasiva de la zona intestinal es
respondida por un estallido de placer de agredir, que se da a conocer de manera
directa como furia o, a consecuencia de su sofocación, como angustia. Esta
reacción parece agotarse en años posteriores.
Entre
las mociones pasivas de la fase fálica, se destaca que por regla general la
niña inculpa a la madre como seductora, ya que por fuerza debió registrar las
primeras sensaciones genitales, o al menos las más intensas, a raíz de los
manejos de la limpieza y el cuidado del cuerpo realizados por la madre (o la
persona encargada de la crianza, que la subrogue). El hecho de que de ese modo
la madre inevitablemente despierta en su hija la fase fálica es el responsable
de que en las fantasías de años posteriores el padre aparezca tan regularmente
como el seductor sexual. Al tiempo que se cumple el extrañamiento respecto de
la madre, se trasfiere al padre la introducción en la vida sexual.
En
la fase fálica sobrevienen por último intensas mociones activas de deseo
dirigidas a la madre. El quehacer sexual de esta época culmina en la
masturbación en el clítoris.
El
extrañamiento respecto de la madre es un paso en extremo sustantivo en la vía
de desarrollo de la niña; es algo más que un meto cambio de vía del objeto. Al
par que sobreviene se observa un fuerte descenso de las aspiraciones sexuales
activas y un ascenso de las pasivas. Es cierto que las aspiraciones activas
fueron afectadas con mayor intensidad por la frustración {denegación},
demostraron ser completamente inviables y por eso la libido las abandona con
mayor facilidad, pero tampoco faltaron desengaños del lado de las aspiraciones
pasivas. Con el extrañamiento respecto de la madre a menudo se suspende también
la masturbación clitorídea, y hartas veces la represión de la masculinidad
anterior infiere un daño permanente a buena parte de su querer-alcanzar sexual.
El tránsito al objeto-padre se cumple con ayuda de las aspiraciones pasivas en
la medida en que estas han escapado al ímpetu subvirtiente {Umsturz}. Ahora
queda expedito para la niña el camino hacía el desarrollo de la feminidad, en
tanto no lo angosten los restos de la ligazón-madre preedípica superada.
Hallamos
en acción las mismas fuerzas libidinosas que en el varoncito, y pudimos
convencernos de que, en ambos casos, durante cierto tiempo se transita por
idénticos caminos y se llega a iguales resultados.
Luego,
factores biológicos desvían a esas fuerzas de sus metas iniciales y guían por
las sendas de la feminidad aún a aspiraciones activas, masculinas en todo
sentido.
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