miércoles, 15 de mayo de 2013

Resumen de S. Freud (1931), Sobre la sexualidad femenina.



I

En la fase del complejo de Edipo normal encontramos al niño tiernamente prendado del progenitor de sexo contrario, mientras que en la relación con el de igual sexo prevalece la hostilidad. En el caso del varoncito la madre fue su primer objeto de amor. En la niña pequeña también la madre fue, por cierto, su primer objeto; ¿cómo halla entonces el camino hasta el padre? ¿Cómo, cuándo y por qué se desase de la madre? La tarea de resignar la zona genital originariamente rectora, el clítoris, por una nueva, la vagina, complica el desarrollo de la sexualidad femenina. Ahora se nos aparece una segunda mudanza de esa índole, el trueque del objeto-madre originario por el padre.
Dos hechos me llamaron sobre todo la atención. He aquí el primero: toda vez que existía una ligazón-padre particularmente intensa, había sido precedida, según el testimonio del análisis, por una fase de ligazón-madre exclusiva de igual intensidad y apasionamiento.
El segundo hecho enseñaba que habíamos subestimado también la duración de esa ligazón-madre. Más aún: era preciso admitir la posibilidad de que cierto número de personas del sexo femenino permanecieran atascadas en la ligazón-madre originaria y nunca produjeran una vuelta cabal hacia el varón.
Parece necesario privar de su carácter universal al enunciado según el cual el complejo de Edipo es el núcleo de la neurosis. De hecho, en el curso de esa fase el padre no es para la niña mucho más que un rival fastidioso, aunque la hostilidad hacia él nunca alcanza la altura característica para el varoncito. Hace mucho que hemos resignado toda expectativa de hallar un paralelismo uniforme entre el desarrollo sexual masculino y el femenino.
La primera ligazón-madre parece como si hubiera sucumbido a una represión particularmente despiadada.

II

He anticipado los dos hechos que me resultaron novedosos, a saber: que la intensa dependencia de la mujer respecto de su padre no es sino la heredera de una igualmente intensa ligazón-madre, y que esta fase anterior tuvo una duración inesperada.
En primer lugar, es innegable que la bisexualidad, que según nuestra tesis es parte de la disposición {constitucional} de los seres humanos, resalta con mucha mayor nitidez en la mujer que en el varón. En efecto, este tiene sólo una zona genésica rectora, un órgano genésico, mientras que la mujer posee dos de ellos: la vagina, propiamente femenina, y el clítoris, análogo al miembro viril. Nos consideramos autorizados a suponer que durante muchos años la vagina es como si no estuviese, y acaso sólo en la época de la pubertad proporciona sensaciones. Lo que precede a la genitalidad en la infancia, tiene que desenvolverse en la mujer en torno del clítoris. La vida sexual de la mujer se descompone por regla general en dos fases, de las cuales la primera tiene carácter masculino; sólo la segunda es la específicamente femenina.
Paralela a esta primera gran diferencia corre la otra en el campo del hallazgo de objeto. Para el varón, la madre deviene el primer objeto de amor a consecuencia del influjo del suministro de alimento y del cuidado del cuerpo, y lo seguirá siendo hasta que la sustituya un objeto de su misma esencia o derivado de ella. También en el caso de la mujer tiene que ser la madre el primer objeto. Es que las condiciones primordiales de la elección de objeto son idénticas para todos los niños. Pero al final del desarrollo el varón-padre debe haber devenido el nuevo objeto de amor; vale decir: al cambio de vía sexual de la mujer tiene que corresponder un cambio de vía en el sexo del objeto.
El inevitable destino del vínculo de simultáneo amor a uno de los progenitores y odio al rival se establece sólo para el niño varón. Y luego es en este en quien el descubrimiento de la posibilidad de castración, como se prueba por la vista de los genitales femeninos, impone la replasmación del complejo de Edipo, produce la creación del superyó y así introduce todos los procesos que tienen por meta la inserción del individuo en la comunidad de cultura.
En el varón, sin duda, resta como secuela del complejo de castración cierto grado de menosprecio por la mujer cuya castración se ha conocido. A partir de ese menosprecio se desarrolla, en el caso extremo, una inhibición de la elección de objeto y, si colaboran factores orgánicos, una homosexualidad exclusiva. Muy diversos son los efectos del complejo de castración en la mujer. Ella reconoce el hecho de su castración y, así, la superioridad del varón y su propia inferioridad, pero también se revuelve contra esa situación desagradable. De esa actitud bi-escindida derivan tres orientaciones de desarrollo. La primera lleva al universal extrañamiento respecto de la sexualidad. La mujercita, aterrorizada por la comparación con el varón, queda descontenta con su clítoris, renuncia a su quehacer fálico y, con él, a la sexualidad en general, así como a buena parte de su virilidad en otros campos. La segunda línea, en porfiada autoafirmación, retiene la masculinidad amenazada; la esperanza de tener alguna vez un pene persiste hasta épocas increíblemente tardías, es elevada a la condición de fin vital, y la fantasía de ser a pesar de todo un varón sigue poseyendo a menudo virtud plasmadora durante prolongados períodos. También este «complejo de masculinidad» de la mujer puede terminar en una elección de objeto homosexual manifiesta. Sólo un tercer desarrollo, que implica sin duda rodeos, desemboca en la final configuración femenina que toma al padre como objeto y así halla la forma femenina del complejo de Edipo. Por lo tanto, el complejo de Edipo es en la mujer el resultado final de un desarrollo más prolongado; no es destruido por el influjo de la castración, sino creado por él; escapa a las intensas influencias hostiles que en el varón producen un efecto destructivo, e incluso es frecuentísimo que la mujer nunca lo supere.
La fase de la ligazón-madre exclusiva, que puede llamarse preedípica, reclama entonces una significación muchísimo mayor en la mujer, que no le correspondería en el varón. El endoso de ligazones afectivas del objeto-madre al objeto-padre constituye, en efecto, el contenido principal del desarrollo que lleva hasta la feminidad.
Nuestro interés tiene que dirigirse a los mecanismos que se han vuelto eficaces para el extrañamiento del objeto-madre, amado de manera tan intensa como exclusiva. Estamos preparados para hallar, no un único factor de esa índole, sino toda una serie, que cooperen en la misma meta final.
En primera línea han de nombrarse aquí los celos hacia otras personas, hermanitos, rivales entre quienes también el padre encuentra lugar. El amor infantil es desmedido, pide exclusividad, no se contenta con parcialidades. Ahora bien, un segundo carácter es que este amor carece propiamente de meta, es incapaz de una satisfacción plena, y en lo esencial por eso está condenado a desembocar en un desengaño y dejar sitio a una actitud hostil.
Otro motivo, mucho más específico, de extrañamiento respecto de la madre resulta del efecto del complejo de castración sobre la criatura sin pene. En algún momento la niña pequeña descubre su inferioridad orgánica, desde luego antes y más fácilmente cuando tiene hermanos o hay varoncitos en su cercanía. Enunciamos ya las tres orientaciones que se abren entonces: a) la suspensión de toda la vida sexual; b) la porfiada hiperinsistencia en la virilidad, y c) los esbozos de la feminidad definitiva.
Según dijimos, la prohibición de masturbarse se convierte en la ocasión para dejar de hacerlo, pero también es motivo para rebelarse contra la persona prohibidora, vale decir, la madre o su sustituto (que más tarde se fusiona regularmente con ella). La porfía en la masturbación parece abrir el camino hacia la masculinidad. El rencor por haberle impedido el libre quehacer sexual desempeña un gran papel en el desasimiento de la madre. Ese mismo motivo vuelve a producir efectos tras la pubertad, cuando la madre cree su deber preservar la castidad de la hija.
Cuando la niña pequeña se entera de su propio defecto por la vista de un genital masculino, no acepta sin vacilación ni renuencia la indeseada enseñanza. Cuando se capta la universalidad de este carácter negativo, se produce una gran desvalorización de la feminidad, y por eso también de la madre.
Tan pronto interviene por primera vez la prohibición, se genera el conflicto, que en lo sucesivo acompañará al desarrollo de la función sexual.
Comoquiera que fuese, al final de esta primera fase de la ligazón-madre emerge como el más intenso motivo de extrañamiento de la hija respecto de la madre el reproche de no haberla dotado de un genital correcto, vale decir, de haberla parido mujer.
Repasemos toda la serie de las motivaciones que el análisis descubre para el extrañamiento respecto de la madre: omitió dotar a la niñita con el único genital correcto, la nutrió de manera insuficiente, la forzó a compartir con otro el amor materno, no cumplió todas las expectativas de amor y, por último, incitó primero el quehacer sexual propio y luego lo prohibió; tras esa ojeada panorámica, nos parece que esos motivos son insuficientes para justificar la final hostilidad. La ligazón-madre tiene que irse a pique {al fundamento} justamente porque es la primera y es intensísima, algo parecido a lo que puede observarse sobre el primer matrimonio de mujeres jóvenes enamoradas con la máxima intensidad.
En las primeras fases de la vida amorosa es evidente que la ambivalencia constituye la regla. La intensa ligazón de la niña pequeña con su madre debió de haber sido muy ambivalente, y justamente por esa ambivalencia, con la cooperación de otros factores, habrá sido esforzada a extrañarse de ella, vale decir: el proceso es, también aquí, consecuencia de un carácter universal de la sexualidad infantil.
¿Cómo puede en tal caso el varoncito conservar incólume su ligazón-madre, que por cierto no es menos intensa? Con igual rapidez acude la respuesta: Porque le resulta posible tramitar su ambivalencia hacia la madre colocando en el padre todos sus sentimientos hostiles. Pero, en primer lugar, no debe darse esta respuesta antes de estudiar a fondo la fase preedípica del varón; y en segundo lugar, probablemente lo más cauto sea confesar que uno todavía no penetra bien estos procesos, de los que se acaba de tomar conocimiento.

III

Las metas sexuales de la niña junto a la madre son de naturaleza tanto activa como pasiva, y están comandadas por las fases libidinales que atraviesan los niños. Una impresión recibida pasivamente provoca en el niño la tendencia a una reacción activa. Intenta hacer lo mismo que antes le hicieron o que hicieron con él. El juego infantil es puesto al servicio de este propósito de complementar una vivencia pasiva mediante una acción y cancelarla de ese modo. Se muestra de manera inequívoca una rebeldía contra la pasividad y una predilección por el papel activo.
Las primeras vivencias sexuales y de tinte sexual del niño junto a la madre son desde luego de naturaleza pasiva. Es amamantado, alimentado, limpiado, vestido por ella, que le indica todos sus desempeños. Una parte de la libido del niño permanece adherida a estas experiencias y goza de las satisfacciones conexas; otra parte se ensaya en su re-vuelta {Umwendung} a la actividad.
En el juego con la muñeca, donde ella misma figura a la madre como la muñeca al nene. La preferencia de la niña -a diferencia del varón- por el juego de la muñeca suele concebirse como signo del temprano despertar de la feminidad.
La actividad sexual de la niña hacia la madre, tan sorprendente, se exterioriza siguiendo la secuencia de aspiraciones orales, sádicas y, por fin, hasta fálicas dirigidas a aquella. Hallamos los deseos agresivos orales y sádicos en la forma a que los constriñó una represión prematura: como angustia de ser asesinada por la madre, a su vez justificatoria del deseo de que la madre muera, cuando este deviene conciente.
En el estadio sádico-anal la intensa estimulación pasiva de la zona intestinal es respondida por un estallido de placer de agredir, que se da a conocer de manera directa como furia o, a consecuencia de su sofocación, como angustia. Esta reacción parece agotarse en años posteriores.
Entre las mociones pasivas de la fase fálica, se destaca que por regla general la niña inculpa a la madre como seductora, ya que por fuerza debió registrar las primeras sensaciones genitales, o al menos las más intensas, a raíz de los manejos de la limpieza y el cuidado del cuerpo realizados por la madre (o la persona encargada de la crianza, que la subrogue). El hecho de que de ese modo la madre inevitablemente despierta en su hija la fase fálica es el responsable de que en las fantasías de años posteriores el padre aparezca tan regularmente como el seductor sexual. Al tiempo que se cumple el extrañamiento respecto de la madre, se trasfiere al padre la introducción en la vida sexual.
En la fase fálica sobrevienen por último intensas mociones activas de deseo dirigidas a la madre. El quehacer sexual de esta época culmina en la masturbación en el clítoris.
El extrañamiento respecto de la madre es un paso en extremo sustantivo en la vía de desarrollo de la niña; es algo más que un meto cambio de vía del objeto. Al par que sobreviene se observa un fuerte descenso de las aspiraciones sexuales activas y un ascenso de las pasivas. Es cierto que las aspiraciones activas fueron afectadas con mayor intensidad por la frustración {denegación}, demostraron ser completamente inviables y por eso la libido las abandona con mayor facilidad, pero tampoco faltaron desengaños del lado de las aspiraciones pasivas. Con el extrañamiento respecto de la madre a menudo se suspende también la masturbación clitorídea, y hartas veces la represión de la masculinidad anterior infiere un daño permanente a buena parte de su querer-alcanzar sexual. El tránsito al objeto-padre se cumple con ayuda de las aspiraciones pasivas en la medida en que estas han escapado al ímpetu subvirtiente {Umsturz}. Ahora queda expedito para la niña el camino hacía el desarrollo de la feminidad, en tanto no lo angosten los restos de la ligazón-madre preedípica superada.
Hallamos en acción las mismas fuerzas libidinosas que en el varoncito, y pudimos convencernos de que, en ambos casos, durante cierto tiempo se transita por idénticos caminos y se llega a iguales resultados.
Luego, factores biológicos desvían a esas fuerzas de sus metas iniciales y guían por las sendas de la feminidad aún a aspiraciones activas, masculinas en todo sentido.

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