El complejo de Edipo revela
cada vez más su significación como fenómeno central del período sexual de la
primera infancia. Después cae sepultado, sucumbe a la represión, y es seguido
por el período de latencia. Se va a pique a raíz de las dolorosas desilusiones
acontecidas. La niñita, que quiere considerarse la amada predilecta del padre,
forzosamente tendrá que vivenciar alguna seria reprimenda de parte de él, y se
verá arrojada de los cielos. El varoncito, que considera a la madre como su
propiedad, hace la experiencia de que ella le quita amor y cuidados para
entregárselos a un recién nacido. Así, el complejo de Edipo se iría al
fundamento a raíz de su fracaso, como resultado de su imposibilidad interna.
Otra concepción dirá que el
complejo de Edipo tiene que caer porque ha llegado el tiempo de su disolución.
Es verdad que el complejo de Edipo es vivenciado de manera enteramente
individual por la mayoría de los humanos, pero es también un fenómeno
determinado por la herencia, dispuesto por ella, que tiene que desvanecerse de
acuerdo con el programa cuando se inicia la fase evolutiva siguiente,
predeterminada.
Queda espacio para la
ontogenética junto a la filogenética.
Últimamente se ha aguzado
nuestra sensibilidad para la percepción de que el desarrollo sexual del niño
progresa hasta una fase en que los genitales ya han tomado sobre sí el papel
rector. Pero estos genitales son sólo los masculinos (más precisamente, el
pene), pues los femeninos siguen sin ser descubiertos. Esta fase fálica,
contemporánea a la del complejo de Edipo, no prosigue su desarrollo hasta la
organización genital definitiva, sino que se hunde y es relevada por el período
de latencia. Ahora bien, su desenlace se consuma de manera típica y
apuntalándose en sucesos que retornan de manera regular.
Cuando el niño (varón) ha
volcado su interés a los genitales, después tiene que hacer la experiencia de
que los adultos no están de acuerdo con ese obrar. Sobreviene la amenaza de que
se le arrebatará esta parte tan estimada por él. Las mujeres mismas proceden a
una mitigación simbólica de la amenaza, pero con el corte de la mano. Acontece
que al varoncito no se lo amenaza con la castración por jugar con la mano en el
pene, sino por mojar todas las noches su cama.
Ahora bien, la tesis es que
la organización genital fálica del niño se va al fundamento a raíz de esta
amenaza de castración. En efecto, al principio el varoncito no presta creencia
ni obediencia algunas a la amenaza. El niño ya ha perdido partes muy apreciadas
de su cuerpo: el retiro del pecho materno, primero temporario y definitivo
después, y la separación del contenido de los intestinos, diariamente exigido.
Pero nada se advierte en cuanto a que estas experiencias tuvieran algún efecto
con ocasión de la amenaza de castración. Sólo tras hacer una nueva experiencia
empieza el niño a contar con la posibilidad de una castración.
La observación que por fin
quiebra la incredulidad del niño es la de los genitales femeninos. Con ello se
ha vuelto representable la pérdida del propio pene, y la amenaza de castración
obtiene su efecto con posterioridad.
La vida sexual del niño en
esa época en modo alguno se agota en la masturbación. La masturbación es sólo
la descarga genital de la excitación sexual perteneciente al complejo. El
complejo de Edipo ofrecía al niño dos posibilidades de satisfacción, una activa
y una pasiva. Pudo situarse de manera masculina en el lugar del padre y, como
él, mantener comercio con la madre, a raíz de lo cual el padre fue sentido
pronto como un obstáculo; o quiso sustituir a la madre y hacerse amar por el
padre, con lo cual la madre quedó sobrando. En cuanto a la naturaleza del
comercio amoroso satisfactorio, el niño sólo debe de tener representaciones muy
imprecisas; pero es cierto que el pene cumplió un papel, pues lo atestiguaban
sus sentimientos de órgano. No tuvo aún ocasión alguna para dudar de que la
mujer posee un pene. La intelección de que la mujer es castrada, puso fin a las
dos posibilidades de satisfacción derivadas del complejo de Edipo. En efecto,
ambas conllevaban la pérdida del pene; una, la masculina, en calidad de
castigo, y la otra, la femenina, como premisa. Si la satisfacción amorosa en el
terreno del complejo de Edipo debe costar el pene, entonces por fuerza
estallará el conflicto entre el interés narcisista en esta parte del cuerpo y
la investidura libidinosa de los objetos parentales. En este conflicto triunfa
normalmente el primero de esos poderes: el yo del niño se extraña del complejo
de Edipo.
Las investiduras de objeto
son resignadas y sustituidas por identificación. La autoridad del padre, o de
ambos progenitores, introyectada en el yo, forma ahí el núcleo del superyó, que
toma prestada del padre su severidad, perpetúa la prohibición del incesto y,
así, asegura al yo contra el retorno de la investidura libidinosa de objeto.
Las aspiraciones libidinosas pertenecientes al complejo de Edipo son en parte
desexualizadas y sublimadas, lo cual probablemente acontezca con toda
trasposición en identificación, y en parte son inhibidas en su meta y mudadas
en mociones tiernas. El proceso en su conjunto salvó una vez más los genitales,
alejó de ellos el peligro de la pérdida, y además los paralizó, canceló su
función. Con ese proceso se inicia el período de latencia, que viene a interrumpir
el desarrollo sexual del niño.
No veo razón alguna para
denegar el nombre de «represión» al extrañamiento del yo respecto del complejo
de Edipo. Pero el proceso descrito es más que una represión; equivale, cuando
se consuma idealmente, a una destrucción y cancelación del complejo. Si el yo
no ha logrado efectivamente mucho más que una represión del complejo, este
subsistirá inconciente en el ello y más tarde exteriorizará su efecto patógeno.
Se justifica la tesis de que
el complejo de Edipo se va al fundamento a raíz de la amenaza de castración.
¿Cómo se consuma el correspondiente desarrollo en la niña pequeña?
También el sexo femenino
desarrolla un complejo de Edipo, un superyó y un período de latencia.
El clítoris de la niñita se
comporta al comienzo en un todo como un pene, pero ella, por la comparación con
un compañerito de juegos, percibe que es «demasiado corto», y siente este hecho
como un perjuicio y una moción de inferioridad. Durante un tiempo se consuela
con la expectativa de que después, cuando crezca, ella tendrá un apéndice tan
grande como el de un muchacho. Es en este punto donde se bifurca el complejo de
masculinidad de la mujer. Pero la niña no comprende su falta actual como un
carácter sexual, sino que lo explica mediante el supuesto de que una vez poseyó
un miembro igualmente grande, y después lo perdió por castración. Así se
produce esta diferencia esencial: la niñita acepta la castración como un hecho
consumado, mientras que el varoncito tiene miedo a la posibilidad de su
consumación.
Excluida la angustia de
castración, está ausente también un poderoso motivo para instituir el superyó e
interrumpir la organización genital infantil. El complejo de Edipo de la niñita
es mucho más unívoco que el del pequeño portador del pene; según mi experiencia,
es raro que vaya más allá de la sustitución de la madre y de la actitud
femenina hacia el padre. La renuncia al pene no se soportará sin un intento de
resarcimiento. La muchacha se desliza -a lo largo de una ecuación simbólica,
diríamos- del pene al hijo; su complejo de Edipo culmina en el deseo,
alimentado por mucho tiempo, de recibir como regalo un hijo del padre, parirle
un hijo. Se tiene la impresión de que el complejo de Edipo es abandonado
después poco a poco porque este deseo no se cumple nunca. Ambos deseos, el de
poseer un pene y el de recibir un hijo, permanecen en lo inconciente.
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