Masculino-femenino:
significantes ante todo, elementos de carácter opositivo, relativo y diferencial. Nada pueden significar
por sí mismos; sólo su posición en una
estructura, que implica diferentes relaciones, puede decidir por su sentido. A
partir de Lacan, el psicoanálisis opta por una definición de los términos en
función de su lugar en una estructura, echando así por tierra toda pretensión esencialista. Nada se define por ni se representa por sí mismo. De este
modo, la vieja metafísica de lo idéntico consigo mismo —metafísica que postula un principio de identidad según el cual las cosas
poseen una esencia que perdura más allá
de dónde, con quién o con qué estén— sufre un cuestionamiento radical. En el campo de la
subjetividad, este principio de identidad —que considera un sujeto homogéneo, idéntico a sí mismo, un sujeto que nunca podría ser otro— es puesto en entredicho
por el psicoanálisis, para quien el sujeto, por definición, está dividido. Este
sujeto dividido con quien el psicoanálisis opera es aquel que, más allá de su
ilusión de ser siempre el mismo, es otro
del que cree: sujeto dividido en tanto efecto del lenguaje que habla en él. El
concepto de inconsciente forjado por Freud es el nombre de esa determinación
del sujeto por el lenguaje.
¿Cómo
podría entonces hablarse de identidad, en cualquier aspecto del que se trate,
incluyendo desde luego la multimencionada identidad sexual? ¿No resulta significativo
el hecho de que Freud nunca haya formulado
definiciones acabadas de términos como masculino y femenino, advertido como
estaba del hecho de que cualquier definición hubiera significado una recaída en
esas concepciones esencialistas que él mismo puso en entredicho? Con el
psicoanálisis, la idea de identidad se derrumba con el cuestionamiento del
viejo principio filosófico que la sostiene para convertirse en un efecto
imaginario de determinaciones simbólicas. Las identidades pasan a ser meros
semblantes, consecuencia de identificaciones. Éstas llevarán a los sujetos a posicionarse
en el terreno de la diferencia de los sexos, diferencia que no depende ni de
características anatómicas ni de un tipo de cultura sino del significante, entidad
esencialmente diferencial. No hay significante antes de su diferencia con otro
sino como consecuencia de ésta. Así, la diferencia significante es constitutiva
del lenguaje y, por lo tanto, de la cultura. Diferencia, por otra parte,
implica falta: cada significante sólo puede definirse por el hecho de no ser el
otro, es decir, por lo que le falta. Desde el momento en que hay significante
hay falta y, por esto mismo, existe el falo: significante mítico que se
inscribe en el sitio de la diferencia para anularla, pero también para señalar
su lugar. Determinado por el significante, el sexo es sección, corte,
separación: posicionamiento respecto del falo, el significante que instaura el
corte. Lo subversivo de la teoría sexual
freudiana es el planteamiento de que la diferencia sexual no es
sancionada por la anatomía, pero tampoco por la cultura; es establecida por el
significante, esto es, por el falo. Hombres y mujeres responden a la pregunta
abierta por la diferencia significante asumiendo imágenes, modelos,
estereotipos que testimonian de su posicionamiento frente al falo. Por esto,
hay una manera de ir más allá de los equívocos que se generan cuando se
responde a las preguntas acerca de que es ser hombre o mujer en términos de
identidades específicas: plantear la respuesta en función del falo,
significante de valor fundamental en tanto puede significar de manera diferente a las respectivas anatomías
posicionando a los sujetos en lugares diferenciales como los de hombre o mujer.
Se trata de un posicionar seccionando, cortando: el mismo vocablo “anatomía”
posee, etimológicamente, la significación de “corte”. Desde 1923, con su muy
controvertido concepto de “fase fálica”,
Freud dejó establecido que el falo debe considerarse como verdadero operador de
ese corte que produce el sexo, imponiendo desde el orden simbólico efectos
imaginarios específicos. Para Freud, el falo sólo existe como premisa,
consecuencia específica de una diferencia que es constitutiva del sexo. Pero
“ser el falo”, es decir, ser aquello que nulificaría la diferencia —y por lo
tanto la falta— será siempre la “identidad” imposible. Ahora bien, a falta de
serlo, será posible aparentarlo, hacer semblante de él: tal es la función de la
“mascarada” femenina que está destinada a provocar el deseo del hombre conjurando
por medio de un cierto ocultamiento la amenaza de castración que el encuentro
con el otro sexo actualiza. Sin embargo, más difícil que aparentar ser el falo
resulta tenerlo, meta inalcanzable que se confundiría con el acceso a una
potencia tal que haga posible un goce no limitado por ley alguna, sea biológica
o simbólica. Aun así, “tener el falo” es la meta específica de la posición masculina,
el único camino que al hombre le queda ante, por un lado, la imposibilidad de serlo,
y, por el otro, la feminización a que quedaría condenado en caso de
aparentarlo. La posesión del atributo anatómico, el pene, sometido a la
inevitabilidad de la detumescencia cuando se alcanza un cierto grado de goce,
impone al hombre una exigencia que no opera para quienes carecen de él: “estar
a la altura de”, ¿a la altura de qué?, precisamente de ser el poseedor de ese
falo omnipotente que aseguraría un goce absoluto sin límites. En Las fantasías
histéricas y su relación con la bisexualidad, Freud señala que “en los varones
[las fantasías son] de naturaleza erótica o ambiciosa”.
Esto
se puede vincular con su afirmación de un texto anterior, Tres ensayos de teoría sexual, donde señala
que la ambición está dominada por el
erotismo uretral, como lo ilustra el conocido desafío que el niño dirige a sus
congéneres: “a ver quién orina más lejos”, paradigma de toda búsqueda de
afirmación fálica. En efecto, llegar lejos, atravesar el espacio, conquistar
títulos, emblemas que en última instancia pueden ser ofrendas destinadas a “la
dama”, son manifestaciones de la posición específicamente masculina respecto
del falo: para el varón se trata de obtener esos emblemas fálicos con los que podrá
“conquistar” a la dama para hacer finalmente de ella ese falo que a él le
falta. Se habla de “posición masculina” en este contexto porque en todas las
circunstancias hombre y mujer no son más que significantes que definen
posiciones, posiciones respecto del falo que no necesariamente concuerdan en
los sujetos —temporaria o permanentemente— con su sexo biológico. De este modo,
por efecto del significante fálico, las posiciones de los sujetos en el plano
estrictamente imaginario se distinguen por el hecho de que mientras la posición
femenina se define como un parecer, una mascarada destinada a ocultar la falta para
causar así el deseo de su partenaire, la postura masculina tiene como modo
específico el intento de contrarrestar los efectos de la castración por medio
de la búsqueda de alcanzar el falo como la vía para adquirir la convicción de
poseerlo, lo que lo haría no faltante. Mascarada femenina en contraposición con
parada masculina: así se definen los posicionamientos en el plano imaginario en
relación con el sexo. Ahora bien, el falo como tal —como La mujer, al decir de
Lacan— no existe; lo que existe es sólo la diferencia sexual en el plano simbólico
de la cual el falo no es sino su metáfora. De ahí que “querer alcanzar” el falo
no puede dejar de conducir a un impasse que es característico del erotismo
masculino: el hombre no puede acceder más que a un semblante de falo, lo que
vendrá a determinar que la diferencia —y por lo tanto la falta— reaparezca una y
otra vez. De este modo, el momento del encuentro con una mujer será para todo hombre
el de una pregunta: “¿será verdaderamente ella?”, es decir, “¿será el falo?”
Es
la razón por la cual Lacan va a afirmar que “para un hombre, una mujer es un síntoma”,
esto es, el lugar donde se ubica lo que obtura la pregunta por lo que el Otro quiere.
En cambio, la posición específicamente femenina que es la del interrogante que
se dirige a ella misma: más que “¿qué quiere él?” es “¿qué quiero yo?” El
enigma de lo femenino es enigma, ante todo, para la mujer misma. Entonces, la
posición específicamente masculina se define como el interrogante por el enigma
de otro sexo. Su pregunta es “¿qué quiere ella?” El hombre quiere saber lo que
ella quiere, quiere el saber siempre imposible sobre el objeto que puede causar
el deseo del Otro porque para él éste sería el camino para responder a su falta
y hacer del Otro su falo. Por esto ella encarna su síntoma, síntoma cuyas
manifestaciones diversas, que pueden abarcar desde la inhibición sexual hasta
el donjuanismo desenfrenado, revela una imposibilidad insoportable —la de la posesión
en última instancia del falo— que es inherente a la posición del varón.
"Daniel Gerber"
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